viernes, 4 de diciembre de 2020

Homenaje a Pedro Vargas

 



  

Se me convidó a formar parte de este homenaje a Pedro Vargas. Inmediatamente dije que sí. Luego, estuve varios días reflexionando sobre los aspectos que debía reseñar en mi escrito. Pensé en hablar un poco de la trayectoria de mi amigo como profesor y colega de la Universidad Simón Bolívar. Tal vez, de las conversaciones en torno a nuestros proyectos de investigación, los congresos y simposios en los que planeábamos participar, las estrategias de enseñanza usadas con los chicos en clase, entre otros temas. Todos ellos relacionados con el mundo académico en el que permanecíamos imbuidos; me costaba trabajo articular un relato de ese estilo.  

Finalmente, decidí dejar atrás todas aquellas ideas iniciales y dar cabida al sentimiento. Lo hice, en parte, porque quería honrar al amigo, antes que al colega.

 

            Como reza un poema de Jaime Gil de Biedma (1991), titulado Recuerda:

            Hermosa vida que pasó y parece

ya no pasar…

                                Desde este instante, ahondo

sueños en la memoria: se estremece

la eternidad del tiempo allá en el fondo.

Y de repente un remolino crece

que me arrastra sorbido hacia un trasfondo

de sima, donde va, precipitado,

para siempre sumiéndose el pasado (p. 38).

 

El pasado horada mi mente, pero esta es insondable. Mientras más recuerdos tengo de Pedro, más profundo es el afecto. Del afecto que emana de la transparencia, la honestidad de la palabra que consuela. También, del afecto que se traduce en una mano siempre extendida para ayudar y la compasión al soportar todas y cada una de las mezquindades de las que también estoy hecho.

La transparencia…

Pedro nunca se ocultaba. Su dimensión de la amistad era proporcional a su tamaño físico. Nos conocimos en la maestría que estudiamos juntos. Él venía de una trayectoria significativa en un colegio particular del este de la ciudad. Mientras que yo recién había terminado mis estudios de licenciatura en la Universidad Central de Venezuela. Parecía mal encarado, pero luego me percaté que en realidad era alguien de personalidad reservada. Su seriedad contrastaba con la amabilidad con la cual solía dirigirse siempre a los demás. Manifestaba un don genuino hacia la enseñanza, parecía que esa era su forma predilecta de interactuar con el mundo. A pesar de ser respetuoso, en ocasiones reaccionaba con rebeldía como lo haría cualquier joven apasionado y rebelde. Tal vez por esa razón los estudiantes siempre le respetaban y admiraban.

La honestidad…

Uno de los aspectos que más me desconcertaban de Pedro, era la franqueza con la que hablaba. Algunas veces eso me disgustaba. Mi malestar tenía que ver más con la veracidad de sus palabras y no tanto con la dureza de la forma. Así acabó varias veces con mis empeños de ser un escritor dramaturgo, con especialidad en monólogos y performances artísticos. Tenía razón, eran textos mediocres, opacos. No le gustaba la novelería. Por el contrario, en la conversación se mostraba como un enamorado de la belleza. Obsesiones, diría él: melomanía, cinefilia y bibliofilia, entre otras. Pero tampoco se equivocaba cuando veía un rasgo intelectual del cual pudiera asirse. En ese momento encendía un cigarrillo, inclinaba la cabeza hacia adelante en una actitud orgullosa, le daba una calada e iba soltando el humo mientras te interpelaba con un estilo mayéutico. Era su momento narcisista del día.

La solidaridad…

La habilidad que te da el estar siempre vigilante, termina siendo en los tiempos actuales la neurosis. No hay camino posible fuera de esta. Pedro poseía un malestar moderado por el entorno, pero también una devoción por el cumplimiento de las normas. Estas le hacían empático y comprensivo con las personas, incluyéndome. La cotidianidad y camaradería en el espacio de trabajo, y también fuera de este, estaban permanentemente impregnadas de esa capacidad que tenía para no desprenderse nunca de la realidad. La solidaridad que manifestaba, jamás la he vuelto a encontrar en otro amigo; menos ahora que habito en la aridez que concibe la distancia de mi hogar.

La compasión…

Una amistad se luce cuando, a pesar de los distanciamientos, los vínculos continúan. El silencio se fue haciendo cada vez más prolongado. Mi intensidad por sugerirle que se fuera del país, antes de que fuese demasiado tarde, hizo que la comunicación ya no fluyera como antes. Sé que esperaba un mejor momento para retomar nuestras habituales conversaciones. Nunca hubo otro momento oportuno, ni condiciones favorables en ese descenso profundo por el que transita el país, un viaje vertical hacia la sima abisal. Nunca dejaste de sentir compasión, aún en mis gestos más mezquinos.

Desde este lugar quería hablar. Desde la necesidad que me inclina a honrar la amistad que sostuve por tantos años con Pedro. Las tertulias en el café, los momentos de ocio en los pasillos y cubículos de la universidad, los partidos de basquetbol que hacíamos para salir un poco del corsé académico habitual, los trayectos de ida y vuelta por la ciudad; en fin, todo aquello que constituye un estar-en-comunidad, es lo que se echa en falta. La humanidad, lo que se me va un poco por su partida repentina…

Esa necesidad de mantener en vigencia la noción de comunidad, llevó a Pedro por nuevos derroteros. En sus cavilaciones, veía en la historia nacional un terreno fértil para identificar genealogías. Lo que él denominaba política de los afectos, en realidad era una categoría de análisis que arrojaba luces en torno a los relatos que configuran la nación. Como el maestro que fue, siempre le apostó a lo simbólico como recurso para dirimir conflictos. Lo que más le preocupaba era la anulación de la polisemia, sin la cual es imposible hacer política. Hoy, que el mundo ha asumido la polarización como marca distintiva, la voz de Pedro constituye una vanguardia que allana el camino para todos los que apostamos por el retorno del pacto social, la confianza en la red cívica para subsanar daños estructurales a nuestra democracia. Mi amigo era brillante.

 

La Coordinación de Posgrado de Literatura Latinoamericana, El Centro de Investigaciones Críticas y Socioculturales, El Instituto de Altos Estudios de América Latina, todas estas instancias de la Universidad Simón Bolívar le rinden homenaje a quien en vida fue un profesor de trayectoria intachable y ascendente. La responsabilidad con la que actuaba lo distingue como un ser humano de valores trascendentes, aunque con un sentido refinado de la realidad y el pragmatismo. Todas las acciones que llevaba a cabo en diferentes ámbitos de la vida hacían de Pedro un hombre sin parangón.

Para culminar, no puedo pasar por alto el amor que manifestaba por su familia. Esposo y padre, Pedro no dejaba de cuidarlos. Además de estar orgulloso, siempre hablaba con emoción de los progresos en el crecimiento y madurez temprana de su hijo. Saludo a sus deudos con cariño y respeto. Este pequeño homenaje también va para ustedes.

Muchas gracias a la Universidad Simón Bolívar por esta oportunidad para brindar un merecido homenaje y reconocimiento a uno de sus colegas. Los 50 años que actualmente celebra constituyen una labor mancomunada, testimonio vivo de la institucionalidad que resiste en medio de la hora más menguada de su trayectoria.


martes, 4 de febrero de 2020

Jugar banca

Siempre he querido aprender a jugar béisbol. Desde que era un niño he tenido una vinculación con ese deporte que se remonta a mis primeras exploraciones por intentar mostrar habilidades y destrezas físicas, tan anheladas y admiradas durante la infancia. Aun así, empecé a conocerlo mejor a través de las explicaciones de mi abuelo. Él veía siempre los partidos transmitidos por televisión, mientras me orientaba en torno al deporte rey de los venezolanos. Demasiados tecnicismos, cantidad exacerbada de reglas y horas interminables de entradas tuve que padecer, hasta tomar el pulso a la cuestión y, por fin, sentir el béisbol correr por mis venas. Hasta el día de hoy me emociono mucho cada vez que veo un juego, porque me recuerdan a esas tardes de domingo en la casa con mi abuelo. 

De niño quise aprender a jugar béisbol, porque veía en ese deporte una estrategia para conocer y hacer amigos en el colegio. Nunca fui hábil en el bateo, pero sí me gustaba jugar alguna posición en el outfield. Le tenía miedo a la pelota, por eso nunca aceptaba jugar en ninguna de las posiciones estratégicas del infield. La verdad, me solicitaban muy poco para jugar. Poco a poco aprendí a sacar ventaja de estar al margen, los limites te dan un buen ángulo y, hasta cierto punto, ayudan a prevenir algunas acciones. Sin embargo, otra posición habría de definir mi destino dentro de esas "caimaneras" que se armaban con los niños en aquel conjunto residencial donde viví. 

(Apenas me di cuenta de que no poseía habilidades reales para el béisbol, entonces me decidí por la lectura. Mi primera aproximación al conocimiento fue adquirida a través de los atlas y los mapamundis que se encontraban en algún tomo de esas colecciones de enciclopedias que compraba la clase media para llenar los estantes de sus tímidas y pequeño-burguesas bibliotecas. De esas bibliotecas aprendí las primeras indicaciones de un lector: no maltratar los libros, mientras estos son leídos; libro leído, libro retornado; cuando empiezas un libro, hay que llegar hasta el final; término desconocido, término consultado en el diccionario; los libros no son sagrados, sagrado es el deseo por conocer, entre otros. Luego llegaría mi afán por tener una biblioteca particular; aunque eso es material para otra entrada.)

La posición que definiría mi rol en los juegos grupales, sería la de estar en la banca. La banca fue mi lugar durante la infancia, luego mi adolescencia. La banca me permitió prestar atención a los pormenores y entre bastidores del juego. Imagino un equivalente en el teatro y se me viene a la mente aquellos técnicos que nunca salen a escena, pero operan al máximo la tramoya. Ese estar detrás de la acción, a la expectativa de ser llamado para entrar y tener una efímera participación en el juego, me proporcionaba una ventaja con mis pares: la imaginación. Mientras permanecía sentado imaginaba que podía ser tan hábil como el más intrépido de los chicos del edificio, me hacía una película entera en la cabeza. Por supuesto, también aprendí las reglas del béisbol desde un primer plano abierto y cerrado a discreción. 

En fin, jugar banca me brindó la experiencia para luego convertirme en el narrador, el albacea de la tradición, el escriba de las acciones de los demás, el poeta, el arconte de la memoria, el transcriptor del orden y, finalmente, el que proporciona el sentido al relato. Cuando se es un enunciador, no hay otra habilidad sino la escritura, una vocación de largo aliento que rinde frutos e irrumpe como un milagro en la vida de aquellos que sólo nacimos para contemplar. 


sábado, 21 de diciembre de 2019

...Como un cuerpo que se amputa para recordar

"Vivir como si todo lo que a uno le rodea fuera provisional y quizá trivial es caer presa del cinismo petulante así como del desamor más quejumbroso." 
Edward Said

Hace un tiempo conversé con un amigo en torno a la imagen del descuartizamiento, como una alegoría de la condición de los pueblos que han tenido que migrar a lo largo de la historia más reciente de la humanidad. Pensaba en el pueblo hebreo, ejemplo histórico de éxodo y movilización forzada, pero también en los cubanos, colombianos, argentinos, chilenos, centroamericanos y, más reciente, venezolanos. Mas, ¿qué cosa define al sujeto que pertenece a un pueblo y se ve en la necesidad de migrar, debido a las condiciones materiales precarias y también a la espantosa realidad de un régimen que manifiesta de forma impúdica su aparato represor ante la mirada pasiva e indolente del mundo entero? Reflexiono en torno a esta imagen y no puedo dejar de pensar en las semejanzas que tiene con la historia reciente de Venezuela, ese norte suramericano tan contradictorio y desconcertante al mismo tiempo. 

Han pasado cinco años desde que decidí salir de mi país y no he vuelto como sí lo han hecho muchos de mis amigos y conocidos. Hay decisiones que nos mantienen limitados, como camisas de fuerza, barreras mentales autoimpuestas que terminan por encasillar nuestra propia condición de sujeto, entendiendo a este último como ese "ser para la muerte", como afirma aquella premisa heideggeriana. Durante todo este tiempo mi mente ha divagado y oscilado en medio de un torbellino de emociones y experiencias, algunas de ellas desagradables y otras enriquecedoras. Como un aventurero Gulliver me apasioné por comprender mi objeto de estudio, vivenciarlo y sentirlo en toda su enorme alteridad. No sólo me he sentido extranjero a ratos, sino las más de las veces hasta con una amarga sensación de extrañamiento de mis propios valores y juicios apriorísticos. Tener que estar alerta ante la comunicación y sus posibles errores y malas interpretaciones constituye una tarea agotadora, por demás exhausta; batallas cotidianas de las que no termino nunca de liberarme. Cuando hablo de comunicación no sólo me refiero a la articulación de palabras para transmitir un mensaje, sino a las innumerables interpretaciones a las que este puede llegar por parte del receptor. 

Nadie sabe lo solo que un hombre puede estar hasta que no ha experimentado la frustración de fracasar, una y otra vez, en el intento por relacionarse con el entorno. La alteridad no sólo debería ser estudiada y explicada a través de recursos didácticos, al mejor estilo de la corrección política, para garantizar una convivencia que sólo parece estar reconocida en los tratados de derechos humanos, también tendría que haber cabida para explicar el fracaso al que siempre conlleva la práctica cotidiana con lo distinto. En mi caso, no sólo tendría que confirmar esa sensación de derrota constante en mis infértiles intentos por experimentar una socialización efectiva, también reconocer la transformación de la palabra enunciada en un retorno vacío, a veces conflictivo del canal comunicativo. Lo cierto es que lo cultural no sólo es una bondad que expresa el ser a través de la elaboración de la identidad y lo afectivo que la estructura en todos sus escenarios, sino que esta es también un óbice para experimentar otras dimensiones del relacionamiento social y humano. 

Entonces, mi lengua devino silencio y el silencio, a su vez, realizó una metamorfosis de aislamiento y soledad. Nadie me dijo que querer encajar podría llegar a ser tan doloroso, eso lo tuve que aprender a los golpes, a través del ensayo y el error. Desde el trato cruel de los parvularios hasta los espacios en donde se supone que uno debe aprender a comportarse para lograr la aceptación generalizada, como en el trabajo, por ejemplo, transcurren vivencias que van dejando una huella en la memoria, una memoria transida de mensajes emitidos sin respuestas, o alterados por los choques de egos que van sumando centímetros, metros y kilómetros de distancia, aislamientos forzosos que suprimen no sólo la comunicación sino la carga afectiva necesaria para la decodificación; decodificación que, se supone, luego debería decantar en un firme apretón de manos, un cálido beso en la mejilla y, la mejor parte, un abrazo que acorta la distancia aconsejable entre dos cuerpos. 

Pero, volvamos a la imagen del descuartizamiento. Luego de terminar la conversación con mi amigo me puse a elaborar una serie de pensamientos sobre la ruptura, ese quiebre no muy bien calculado, al que el migrante se ve sometido en su proceso de adaptación al nuevo ambiente en el que se encuentra. Decido cambiar la imagen porque me parece cruel, casi una reacción titánica que destruye con su furia todo lo que tenga la más mínima apariencia de integración. La sustituyo por otra: la palabra "mutilación", su equivalente. La mutilación se articula con lo que reflexiono, porque esta sugiere la posibilidad de una memoria del miembro amputado. Una mano que ha sido cercenada del cuerpo al que perteneció, con el cual logró su función de mano. O unas piernas que condujeron a un cuerpo por tantos y tantos trayectos. 

El cuerpo posee una memoria. Esta memoria está impregnada de olores, de sabores y de texturas al tacto que no se olvidan. Mis pies calzados en unos zapatos de ciclismo con trabas, pedaleando por Caracas, sus calles y avenidas, sus montañas aledañas y senderos de tierra recorridos, eso también es memoria. Mis pisadas acostumbradas a una calzada, a un bulevar adoquinado, a unas escaleras que conducían a un túnel para tomar el tren subterráneo, al tropiezo con la raíz del árbol que se resiste a ser fagocitado por el invasivo y uniformador concreto, eso también es memoria. Los miembros de mi cuerpo me enseñaron a hacer de mi geografía, humana y natural, un espacio de identidad. Hoy que me encuentro a cientos de kilómetros de distancia de aquellos espacios, extiendo mentalmente mi mano y mis piernas para volver a sentir la felicidad ignota de lo que implica estar integrado, formar parte de. Sí, estas amputaciones son artilugios de mi memoria para sentir que no sólo puedo ser de allá sino de aquí y de cualquier parte en donde me encuentre. 

lunes, 31 de diciembre de 2018

In Memoriam


 “El hombre es afectado por la imagen de una cosa pretérita o futura con el mismo afecto de alegría o tristeza que por la imagen de una cosa presente.”
Baruch de Spinoza, Ética, III, 18.


Si bien es cierto que nuestros recuerdos son selecciones de una memoria caprichosa, también lo son gracias a los afectos de aquellos que han estado con nosotros, incluyendo a los que ya han partido. Todos tenemos en algún momento de nuestras vidas a una muerte que lamentar. Este último día del año deseo cerrarlo con una nota de duelo, es propicio para que el ciclo pueda continuar. Decía Antonio Machado en uno de sus poemas: "Un golpe de ataúd en tierra es algo perfectamente serio". Lo cual es cierto para aquellos fallecidos que han tenido cristiana sepultura, pero no de aquellos cuyos restos han sido cremados y aún se encuentran en un recipiente para cenizas mortuorias. Además, ese verso le pertenece al poema En el entierro de un amigo, y esta nota de duelo es sobre otro tipo de afecto y afección. 

He conocido a muchas personas que no pudieron estar en el momento de la muerte de un ser querido, menos estar presentes en sus honras fúnebres. Incluso he leído lo que cuentan otros poetas, escritores, e intelectuales sobre la aflicción por la desaparición física de algún pariente o amigo. En este momento recuerdo a Manrique y las coplas por la muerte de su padre, a Vallejo, Fernando, no César, por el dolor que sintió al morir su abuelo, luego su abuela, que se encuentra a lo largo de toda su producción literaria, a Piazzolla en aquella melodía dedicada a su Nonino, compuesta en una noche de pena y fuerte congoja: 

Abuelo, yo no tengo versos como aquellos compuestos por Manrique, tampoco la descripción narrativa de tu muerte que hiciera Vallejo para despedir a sus abuelos, residentes de aquella tan mentada hacienda Santa Anita, menos el conocimiento para componer un tango, tal como lo hizo Piazzolla. Tengo, sí, un hondo dolor por tu partida y el malestar en el corazón desde que supe, por boca de una de mis hermanas, que decidiste dejar esta vida. También tengo las incógnitas del béisbol y sus draconianas reglas, ese deporte que me enseñaste a amar y que hasta ahora no puedo dejar de ver sin pensar en ti. Los detalles de las películas del Cine de Oro Mexicano, la descripción de sus escenas y recreación de los diálogos en donde no había cabida para las obscenidades ni tampoco para las banalidades. De ese cine, al actor que más admirabas era Mario Moreno, "Cantinflas", y hasta le imitabas cuando bailabas. Fueron horas, muchas horas de innings y de películas mexicanas, que pasé a tu lado, mirando la televisión: en aquellos tiempos todavía estábamos acostumbrados a verla con sus respectivos negros, o pausas comerciales; ahora los televidentes hacen zapping; algo que no entendiste nunca, porque considerabas un despropósito cambiar de canal sin que haya terminado la programación por la cual le sintonizaste. 

Abuelo, ya no verás más la ciudad primaveral en la que toda tu vida estuviste. Ya no hay quién me pueda explicar los nombres de las esquinas de Caracas, porque sus habitantes acostumbraban bautizar con nombres propios a las esquinas...y también a las calles y avenidas: "Esa tienda está ubicada de Veroes a Jesuitas", "esa oficina está entre Pelotas y Catedral", etc. Aquella risa que me generaba al verte insultar con voz bajita, un sonsonete que casi era un murmullo, a las personas por su incivilidad en el transporte público. Cuando me ordenabas bajar el volumen de la música y si era flamenco me preguntabas si tenía dolor de estómago, te explicaba que era el cante hondo. Me decías que no fuera al trabajo "así vestido", porque un profesor tiene que destacarse de sus alumnos, no mimetizarse con ellos. Las descripciones que hacías de los gobernantes y de los procesos más importantes del país: naciste cuando una dictadura de un gocho con cuerpo de sapo terminaba, por gracia de la muerte, su régimen de hierro y te fuiste en otra en donde los delincuentes y resentidos subsumen al país en la mayor de las humillaciones que hemos sufrido como pueblo, la ignominia que produce la barbarie de los mi(li)cos...Hay cosas que no puedo decir, pero sé muy bien el porqué de tus acciones, de tus días de encierro y silencio, frugalidad y ensimismamiento. Tranquilo, no lo diré. 

Fragmentos, escribo en fragmentos y entrecortado porque mis reflexiones van y vienen al son que les toque los recuerdos que mi vida a tu lado me trae la memoria. 

Abuelo, me gustaría ser Hamlet y vengarte, escribir unas memorias filosóficas como Derrida hiciera al morir su amigo, Guattari al morir su amor, o Lamas para componerte un Popule Meus (siempre me pareció un ritmo de película italiana, en donde se narra la historia de algún niño siciliano que termina fundando una organización mafiosa), o un Kafka para escribirte una...no, no tengo nada que recriminarte, es broma. Pero no puedo. No puedo, porque a ti no te gustaba mucho que las personas hablaran sin razonar antes, porque las palabras ya sobraban en ti cuando tu existencia iba menguando y te fuiste haciendo cada vez más chiquito, como quien va rumbo al retorno de su gestación, un viaje vertical en descenso. La culminación del ciclo natural del hombre, así llamo a la senectud por no decir vejez de mierda, me recuerda a un dato obtenido de una lectura reciente: las iguanas marinas en las islas Galápagos reducen su esqueleto, a fin de sobrevivir a las hambrunas (se alimentan de un alga que escasea cuando anualmente aparece el fenómeno de El Niño) producidas por el calentamiento de la temperatura en las aguas del Pacífico. O como esos relatos sobre la fauna silvestre cuando el más viejo se aparta de la manada para morir en paz. A lo que iba: la muerte tiene algo de primitivo, se oye como en lengua semítica y suena a percusión alrededor de un fuego. Nada nos retorna más a la vida que la muerte misma. Porque en ella está la naturaleza de lo que somos como especie, como mamíferos. La muerte despierta la animalidad que nos compone, porque no provoca hablar sino aullar, como hacen los lobos, los coyotes o los perros. Porque no quiero hablar sino rasgar mis vestiduras, echarme tierra en la cara e internarme en la selva, para luego retornar a la tribu una vez que ya ha pasado el duelo. Sí, abuelo, la muerte tiene mucho de primitivo y los rituales que la representan y simbolizan son muy refinados y elucubrados en las prácticas culturales para lo que en efecto no es más que dejar de existir. La muerte es primitiva porque nos retorna al origen, nos reduce a la biología, y nos deja a solas con los instintos y sentimientos más básicos, entre ellos la ira. 

No existe palabra que pueda traducir el dolor por tu partida, por eso se me escapa de los labios en este momento, como queriendo alcanzarte hasta la dimensión inmaterial y fundirse unos instantes en un abrazo de despedida, como hacen dos vientos cuando se topan.  


viernes, 23 de noviembre de 2018

La ruta de la seda (remasterizada)

Cuando estudié la historia de Europa, sus procesos medievales y modernos, me topé con el del comercio naviero, sus implicaciones, avatares, tecnología para calcular distancias, y aún las creencias de los navegantes. En varias lecturas aparecían referencias a la comercialización de productos provenientes del Oriente, una región conformada por las antípodas, lugar al que viajó Marco Polo, del que venía Gengis Kan, donde habitaban culturas exóticas, amantes de la porcelana y la seda. El camino que recorrían aquellos productos era conocido como "La ruta de la seda". No puedo dejar de traer a colación todo el imaginario leído en Las mil y una noches, donde la princesa Sherezade debía inventar una historia todos los días como elemento de distracción. Tampoco escapa la imagen de un Cristóbal Colón en 1492 arribando a la isla de Guanahani pensando que había alcanzado una ruta más corta con el Oriente, Cipango. Luego todo el imaginario en torno al océano, sus misterios y mitos asociados a la existencia de criaturas fantásticas, regiones habitadas por sujetos mitológicos y reinos desaparecidos, incluyendo aquel del Preste Juan o de las tribus perdidas de Israel. 


Todo esto estaba asociado a mi comprensión del Oriente, lugar de la otredad por excelencia en la cultura Occidental. Pero, ¿quién no se ha dejado llevar por estas imágenes que evocan otras épocas, otras culturas y creencias? La ruta de la seda y de las especias, fue uno de los objetivos de las coronas portuguesa y española, para ello ampliaron sus rutas navieras, el primero lo hizo por África y el segundo apostando a una ruta más directa por el Atlántico, sin mayor conocimiento que el de las investigaciones astrofísicas del momento, herederas de la cultura árabe en particular. Ahora que está de moda despreciar a Occidente y etiquetarlo de oprobioso, dominante y colonizador, pues, reflexiono sobre el valor de aquellos hombres que, no teniendo certezas sino un conocimiento mucho menor al de cualquier adolescente con Internet y un teléfono móvil actualmente, se dieron a la tarea de emprender grandes aventuras y ampliar el horizonte de sus posibilidades. 


Hace varios meses vi en Netflix un documental titulado The Music Of Strangers: Yo-Yo Ma And The Silk Road Ensemble. En esta iniciativa del reconocido chelista logra reunir a excelentes músicos procedentes de los países que, de una u otra forma, integraban lo que sería una de las rutas de comercialización más importante en la historia de la humanidad. Es así como se dan cita músicos de Japón, Corea del Sur, China, India, Irán, Siria, Polonia, Rusia, Turquía, Hungria, España, entre otros, en un afán por cumplir un sueño: hacer posible, mediante la cultura, la reunión y celebración de nuestra humanidad. Confieso que, una vez terminado el documental en cuestión, no pude sino oír la propuesta artística durante semanas. No podía creer cómo era posible juntar tantos instrumentos musicales (tambores hindúes, pipa, karamché, sheng, gaita, chelo, clarinete, entre otros) aparentemente disímiles y de tradiciones tan diferentes, a veces opuestas en ritmo, melodía y composición, para hacerlos coexistir y producir sonidos tan maravillosos. 


Cuando me encuentro abatido y nostálgico por estar lejos de casa, cuando observo con preocupación el deterioro de nuestras relaciones humanas y se oscurece el panorama, debido al incremento de guerras y demás factores geopolíticos, suelo recuperar la fe en la capacidad que tenemos como especie para sorprender a través del ingenio, creatividad, búsqueda de la belleza y la verdad. El arte constituye para mí una apuesta certera por la humanidad y sus capacidades para hacer lo correcto. No dejo de perder la capacidad de asombro, primer requisito para filosofar, ante tanta verdad. 

martes, 26 de junio de 2018

La lengua, (des)territorialización y (des)personalización del migrante

"El territorio de la lengua es la patria del emigrado" 
Josefina Ludmer

Tengo un recuerdo de mi abuelo paterno. Cuando era niño solía acompañar a mi padre al taller donde trabajaban, ambos administraban un pequeño galpón en la ciudad de Los Teques, ubicados exactamente en la bajada de El Tambor. Se llamaba Marcelo, hermoso nombre que heredó uno de mis sobrinos. Hablaba muy poco, pero cuando lo hacia era como una especie de balbuceo. A pesar de ser de las Islas Canarias y llevar poco más de treinta años en Venezuela, él nunca se adaptó, su incapacidad para hacerlo lo obligaba a refugiarse en el trabajo, el cigarrillo y, muy a menudo, el alcohol. He sido el primero de sus nietos en recuperar los pasos de la migración, una vez más por coyunturas sociales y económicas. Ese recuerdo que mencioné en la primera línea tiene que ver con la forma en la que se comunicaba mi abuelo, para muchos su actitud podría ser interpretada como "hosca", "salvaje", "grosera", "muy directa" y para nada adaptada a los códigos que normaban el comportamiento del medio social donde se desenvolvía. Pues, hoy en día entiendo que aquello no era una conducta desadaptada o asocial, sino el reflejo lógico de la condición de inmigrante.  

El extranjero es aquel que resulta ajeno al grupo endogámico y resuelto en sus prácticas de socialización, tradiciones y referencias habituales. El forastero es lo contrario al sujeto establecido. El primero no sólo ha interrumpido su vida y se ha apartado del grupo de origen, sino que además en el intento por formar parte del grupo nuevo siempre cae bajo sospecha o, la situación clásica, es tildado de bárbaro. Mientras que el segundo vive a sus anchas, en una zona de confort que da la pertenencia. Bueno, a todas estas yo soy el bárbaro que fue mi abuelo. La historia seguro resultará familiar al que comprende de los efectos de la migración, del estigma y estereotipo que suelen construir los grupos receptores de extranjeros o de migraciones masivas, como es el caso de los venezolanos que nos encontramos ahora esparcidos por el mundo. 

Lo peor de la migración no es dejar atrás tu casa, la familia, los amigos y los espacios de identidad, sino el proceso de adaptación obligado al lugar donde decides trasladarte. El problema con el extranjero es que nunca va a dejar de serlo, es un sujeto transitivo, un límite permanente entre los valores que lo ajustaron a una manera de percibir el mundo y el intento por comprender otro que jamás podrá asimilar del todo. Y cuando ya más o menos ha comprendido los códigos y procura practicarlos, entonces le sale un gesto porfiado, teatralizado, nunca espontáneo porque se le notan las fisuras. Lo peor de emigrar es cuando te das cuenta que has interrumpido la historia que te definió, que te enseñó a nombrar y clasificar, y ya nada de aquello te sirve para el nuevo lugar donde resides. Aquí empiezo a comprender el porqué del laconismo de mi abuelo, el cambio de la comunicación versada por el gruñido. Cuando no te puedes comunicar en tu propia lengua, entonces el silencio se convierte en tu principal aliado. Cuando ya no queda escucha, debido a la hipercodificación del grupo en el que estás integrado pero no incluiso, entonces las respuestas monosílabas determinarán el único intercambio con el entorno. 

Hablar mi lengua deviene gueto, ser gueto es aprender a relacionarte desde la minoridad, el margen y la distancia. 

El relato de la migración venezolana apenas está comenzando. 

PD: Por cierto, para nosotros -yo, mi gente- la  patria no es América. 




miércoles, 10 de enero de 2018

Ólafur Arnalds y una promesa por cumplir

Conocí la música de Ólafur Arnalds a través de un amigo bailarín. Desde el primer momento que la oí supe que me quedaría con ella, sería mi acompañante íntimo en distintos escenarios (entrenamiento, trabajo, meditación, lectura silenciosa, conciliación del sueño, viajes, etc.). Asimismo, las composiciones minimalistas de Arnalds serían fuente de inspiración para plantearme una meta que aún estoy definiendo: conocer Islandia. 

En otra entrada ya había contado el porqué del nombre de mi blog, aquel encuentro con el poeta venezolano Eugenio Montejo en una librería de Caracas sellaría por completo mi voluntad hacia esta isla fantástica, dorsal oceánica que tiene un mensaje para mí. Sólo hay una condición para llevar a cabo ese viaje soñado: obtener mi grado doctoral. Es un desafío que me he puesto y, al mismo tiempo, una especie de recompensa por haber trajinado tan duro en este proceso de formación profesional. 

Mientras tanto, las melodías de Arnalds me acompañan e inspiran. Muchas veces me he visto tentado a reflexionar de forma analítica algunas de sus composiciones; por ejemplo: la relación que tienen con estados de ánimo; la innovación de la música académica al seguir el legado vanguardista de los músicos minimalistas (Cage, Glass, Nyman, entre otros) que reflejan la necesidad de sosiego y concentración en medio del disturbio cotidiano al que estuvo sometido el mundo en el siglo XX, incluyendo este que recién inicia su décima octava trayectoria; representación de la neurosis contemporánea y sus ciclos anímicos, etc. El mundanal ruido es lo que estorba, la conducta abismal y el ritmo vertiginoso, la esquizofrenia y contradicción de la postmodernidad, el cinismo de los espacios de acción vitales de la humanidad: economía y política, la carrera de obstáculos que nos imponen a medida que intentamos avanzar y procurar paz y estabilidad, son algunos de las cuitas que dejo a un lado cuando oigo a Arnalds. 

Un viaje tan deseado ha de tener una espera prudente. Es la misma sensación que se tiene cuando se está a punto de terminar un libro muy bueno: por una parte quieres saber el final, pero por otra no deseas que culmine porque ha sido un gran amigo, un consuelo en medio del desierto de lo real cotidiano. Ahora que estoy en los últimos capítulos de la historia que inspiró este blog puedo ver con claridad la necesidad de cerrar y de ir preparando el camino para nuevos derroteros, algunas entradas dejarán registro y testimonio de los últimos kilómetros de este viaje cuyo destino final será Islandia.