Se me convidó a formar parte
de este homenaje a Pedro Vargas. Inmediatamente dije que sí. Luego, estuve
varios días reflexionando sobre los aspectos que debía reseñar en mi escrito. Pensé
en hablar un poco de la trayectoria de mi amigo como profesor y colega de la
Universidad Simón Bolívar. Tal vez, de las conversaciones en torno a nuestros
proyectos de investigación, los congresos y simposios en los que planeábamos
participar, las estrategias de enseñanza usadas con los chicos en clase, entre
otros temas. Todos ellos relacionados con el mundo académico en el que permanecíamos
imbuidos; me costaba trabajo articular un relato de ese estilo.
Finalmente, decidí dejar atrás
todas aquellas ideas iniciales y dar cabida al sentimiento. Lo hice, en parte,
porque quería honrar al amigo, antes que al colega.
Como
reza un poema de Jaime Gil de Biedma (1991), titulado Recuerda:
Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se
estremece
la eternidad del tiempo allá
en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia
un trasfondo
de sima, donde va,
precipitado,
para siempre sumiéndose el
pasado (p. 38).
El pasado horada mi mente,
pero esta es insondable. Mientras más recuerdos tengo de Pedro, más profundo es
el afecto. Del afecto que emana de la transparencia, la honestidad de la
palabra que consuela. También, del afecto que se traduce en una mano siempre
extendida para ayudar y la compasión al soportar todas y cada una de las
mezquindades de las que también estoy hecho.
La transparencia…
Pedro nunca se ocultaba. Su dimensión
de la amistad era proporcional a su tamaño físico. Nos conocimos en la maestría
que estudiamos juntos. Él venía de una trayectoria significativa en un colegio
particular del este de la ciudad. Mientras que yo recién había terminado mis
estudios de licenciatura en la Universidad Central de Venezuela. Parecía mal
encarado, pero luego me percaté que en realidad era alguien de personalidad
reservada. Su seriedad contrastaba con la amabilidad con la cual solía dirigirse
siempre a los demás. Manifestaba un don genuino hacia la enseñanza, parecía que
esa era su forma predilecta de interactuar con el mundo. A pesar de ser
respetuoso, en ocasiones reaccionaba con rebeldía como lo haría cualquier joven
apasionado y rebelde. Tal vez por esa razón los estudiantes siempre le
respetaban y admiraban.
La honestidad…
Uno de los aspectos que más me
desconcertaban de Pedro, era la franqueza con la que hablaba. Algunas veces eso
me disgustaba. Mi malestar tenía que ver más con la veracidad de sus palabras y
no tanto con la dureza de la forma. Así acabó varias veces con mis empeños de
ser un escritor dramaturgo, con especialidad en monólogos y performances
artísticos. Tenía razón, eran textos mediocres, opacos. No le gustaba la
novelería. Por el contrario, en la conversación se mostraba como un enamorado
de la belleza. Obsesiones, diría él: melomanía, cinefilia y bibliofilia, entre
otras. Pero tampoco se equivocaba cuando veía un rasgo intelectual del cual
pudiera asirse. En ese momento encendía un cigarrillo, inclinaba la cabeza hacia
adelante en una actitud orgullosa, le daba una calada e iba soltando el humo
mientras te interpelaba con un estilo mayéutico. Era su momento narcisista del
día.
La solidaridad…
La habilidad que te da el
estar siempre vigilante, termina siendo en los tiempos actuales la neurosis. No
hay camino posible fuera de esta. Pedro poseía un malestar moderado por el
entorno, pero también una devoción por el cumplimiento de las normas. Estas le hacían
empático y comprensivo con las personas, incluyéndome. La cotidianidad y
camaradería en el espacio de trabajo, y también fuera de este, estaban
permanentemente impregnadas de esa capacidad que tenía para no desprenderse
nunca de la realidad. La solidaridad que manifestaba, jamás la he vuelto a
encontrar en otro amigo; menos ahora que habito en la aridez que concibe la
distancia de mi hogar.
La compasión…
Una amistad se luce cuando, a
pesar de los distanciamientos, los vínculos continúan. El silencio se fue
haciendo cada vez más prolongado. Mi intensidad por sugerirle que se fuera del
país, antes de que fuese demasiado tarde, hizo que la comunicación ya no
fluyera como antes. Sé que esperaba un mejor momento para retomar nuestras
habituales conversaciones. Nunca hubo otro momento oportuno, ni condiciones favorables
en ese descenso profundo por el que transita el país, un viaje vertical hacia
la sima abisal. Nunca dejaste de sentir compasión, aún en mis gestos más
mezquinos.
Desde este lugar quería
hablar. Desde la necesidad que me inclina a honrar la amistad que sostuve por
tantos años con Pedro. Las tertulias en el café, los momentos de ocio en los
pasillos y cubículos de la universidad, los partidos de basquetbol que hacíamos
para salir un poco del corsé académico habitual, los trayectos de ida y vuelta
por la ciudad; en fin, todo aquello que constituye un estar-en-comunidad, es lo
que se echa en falta. La humanidad, lo que se me va un poco por su partida
repentina…
Esa necesidad de mantener en
vigencia la noción de comunidad, llevó a Pedro por nuevos derroteros. En sus
cavilaciones, veía en la historia nacional un terreno fértil para identificar
genealogías. Lo que él denominaba política de los afectos, en realidad era
una categoría de análisis que arrojaba luces en torno a los relatos que
configuran la nación. Como el maestro que fue, siempre le apostó a lo simbólico
como recurso para dirimir conflictos. Lo que más le preocupaba era la anulación
de la polisemia, sin la cual es imposible hacer política. Hoy, que el mundo ha
asumido la polarización como marca distintiva, la voz de Pedro constituye una
vanguardia que allana el camino para todos los que apostamos por el retorno del
pacto social, la confianza en la red cívica para subsanar daños estructurales a
nuestra democracia. Mi amigo era brillante.
La Coordinación de Posgrado de
Literatura Latinoamericana, El Centro de Investigaciones Críticas y
Socioculturales, El Instituto de Altos Estudios de América Latina, todas estas
instancias de la Universidad Simón Bolívar le rinden homenaje a quien en vida
fue un profesor de trayectoria intachable y ascendente. La responsabilidad con la
que actuaba lo distingue como un ser humano de valores trascendentes, aunque
con un sentido refinado de la realidad y el pragmatismo. Todas las acciones que
llevaba a cabo en diferentes ámbitos de la vida hacían de Pedro un hombre sin
parangón.
Para culminar, no puedo pasar
por alto el amor que manifestaba por su familia. Esposo y padre, Pedro no
dejaba de cuidarlos. Además de estar orgulloso, siempre hablaba con emoción de
los progresos en el crecimiento y madurez temprana de su hijo. Saludo a sus
deudos con cariño y respeto. Este pequeño homenaje también va para ustedes.
Muchas gracias a la
Universidad Simón Bolívar por esta oportunidad para brindar un merecido
homenaje y reconocimiento a uno de sus colegas. Los 50 años que actualmente
celebra constituyen una labor mancomunada, testimonio vivo de la
institucionalidad que resiste en medio de la hora más menguada de su
trayectoria.