miércoles, 21 de diciembre de 2011

Gracias por no molestar


“Yo no sabía que el azul mañana

es vago espectro del brumoso ayer,

que agitado por soplos de centurias

el corazón anhela arder, arder.

Siento su influjo, y su latencia, y cuando

quiere sus luminarias encender.”

Porfirio Barba Jacob, Lamentación de octubre.


Mis recuerdos vienen como les plazca, a la diabla. Llegan sin ser invitados y, de paso, se llevan todo lo que hay en la alacena. A menudo son embusteros y opacan con nostalgia lo que en apariencia no pasa de ser una simple escena común y corriente. Ellos deciden inventarme una morada de infancia, y esa, precisamente esa, es la carencia única, o por lo menos la primigenia. Los recuerdos pugnan entre ellos por ver cuál reina con mayor obsesión, con más refinado y meticuloso detalle en mi pensamiento.

No tiene nada de malo saber que los recuerdos suelen contarte mentiras, como reza la canción de Joan Manuel Serrat. Tampoco hay problema en informar que la memoria es un proceso en constante edición, tachadura, adición, exageración, torcedura o sesgo. Imagino que a estas alturas nadie quedará escandalizado porque le corran el velo de su apacible configuración de la personalidad, algo que tantos años le ha costado elaborar. Supongo que la escritura del recuerdo posee un guiño con la ficción y decide timar a su progenitor a fin de despistarlo de otras versiones no tan felices ni completas de sí misma. No hay escapatoria para las narraciones que armamos en nuestras mentes. Esos relatos nos llevan por senderos inciertos donde llevamos a cuestas la chatarra de los detalles, las zancadillas del eterno retorno. Ni más ni menos, experimentos de un viviseccionista al que llaman Dios, pero yo le apodo Psicópata, Rey de tartufos, Mercachifle de humo, Tara occidental.

…En estos momentos estoy editando un recuerdo de infancia. Gracias por no molestar.

martes, 20 de diciembre de 2011

Un descenso de vida



No sabía con exactitud para qué había ido a Ecuador. Mejor dicho, no lo supe con certeza hasta ver desde la Panamericana aquellos magníficos volcanes. A medida que avanzaba por la carretera iban apareciendo en el escenario los colosos dormidos, dioses de otras eras. Mi destino era visitar el Cotopaxi, un titán silencioso pero que aún respira y ve desde sus alturas el crecimiento de la provincia que lleva su nombre. La carretera es tan amplia y bien asfaltada que siento el avance de la camioneta a una velocidad constante; es como si estuviera jugando Enduro, mi juego de Atari favorito.

Por fin llegamos a la entrada del Parque Nacional Cotopaxi. Es una reserva ecológica importante para los ecuatorianos porque de los glaciares del volcán extraen la mayor cantidad de agua potable que consumen en Quito y otras regiones adyacentes, además posee una diversidad de especies animales que estuvieron al borde de la extinción. Lo único que puedo recriminarle a los ecologistas es la siembra de pinos, no son árboles autóctonos y aunque no afean al paisaje aún no se han medido las consecuencias que su siembra puede traer al suelo; parece más una escena de los Alpes suizos y no un paisaje andino. En fin, pagamos el importe por ingresar, dejamos al perro de Beto -nuestro guía y gran compañero de viaje- en un resguardo de animales domésticos y emprendemos el trayecto que nos va a llevar directo al “Cuello de Luna”, significado de Cotopaxi en lengua preincaica, Coto (cuello), Paxi (luna).

El mundo se ve distinto cuando estás a más de cinco mil metros de altura. El viento es agresivo a esa hora del día y todo está lleno de nieve, una espesa nieve que no te deja caminar muy bien para alcanzar el primer refugio. Diez minutos después descendemos unos metros en la camioneta hasta guarecernos del viento en una pequeña garita de guardaparques en proceso de construcción. Bajamos las bicicletas montañeras del rústico. Me propongo descender en bicicleta el segundo volcán activo más grande del mundo, la emoción me invade y soy el primero del grupo en tomar una modelo Trek.

Antes de empezar el descenso, Beto gira instrucciones en inglés y luego lo hace en español. En broma, recojo nieve del suelo y les digo que me la voy a llevar como parte de un anhelo caribeño. Una vez giradas las instrucciones, me coloco los audífonos y pongo una pieza de Paul Van Dyk ya dispuesto a emprender la carrera. Se me adelanta un suizo loco, no me preocupo porque sé que en cualquier momento lo voy a alcanzar –el tipo no ha parado de fumar desde que salimos de Quito-, entre curva y curva no me doy cuenta que la tierra está llena de rocas volcánicas y la bicicleta se desliza con facilidad. Hay que tener buen equilibrio para no caer. Con tanta adrenalina no logro anticipar una curva pronunciada, resbalo y caigo dando una voltereta entre la tierra. Realmente no me importa el golpe, estoy ante una maravilla de millones de años de formación geológica y lo menos que pienso es en la raspadura que me he propinado en el brazo izquierdo. Soy una hormiga que desciende por el lomo de un dios-volcán, deidad preincaica, temor de los colonos españoles. Soy un pequeño invasor que no entró en gracia con el Cotopaxi, no le caí bien.

La caída no fue impedimento para mí, retomé la ruta en descenso y de allí fui a parar a una laguna. Espero a los demás ciclistas y luego hacemos una parada para almorzar. Le digo a Beto que deseo llegar hasta la carretera Panamericana solo.

No podía seguir el trayecto montado en bicicleta, contengo la energía que aún me queda. Ha llegado el momento de la reflexión, y lo hago al margen de la autopista, allí también hay unos rieles que recién recuperaron, son los rieles del ferrocarril, un largo trayecto que une a la sierra y a la costa, en ese pequeño gran país que es Ecuador. Pienso en la hazaña del descenso, en la belleza del parque, en el mal humor del volcán, los ríos que atravesé, los bosques de pino, la fauna que no pude ver porque, con razón, se esconde de la especie humana, los rieles que conducen a la estación de Chimbacalle, medio de transporte de otra época, de la de Eloy Alfaro, su fundador, de la de un país agrícola, indígena y mestizo. Pienso en el orgullo de un pueblo que apenas abre sus puertas a la nacionalización de su petróleo y empieza a disfrutar de sus fuentes de riqueza. Pienso en América Latina y en la necesidad de recorrerla entera, porque es mi continente y el objeto de mi pasión. Le pregunto a mi amigo si disfrutó el descenso, me dice que lo único que le importaba era sobrevivir, lo demás eran agentes distractores. No me aguanto y estallo en risa desenfrenada. Mi descenso no significó riesgo de caída o supervivencia, tenía que ver con aventura y, sobre todo, vida, mucha vida.

Empieza a caer la tarde y yo debo tomar el camino que me lleve al Chimborazo.

viernes, 16 de diciembre de 2011

(Auto)Bienvenida

“El exilio es algo curiosamente cautivador sobre lo que pensar, pero terrible de experimentar. Es la grieta imposible de cicatrizar impuesta entre un ser humano y su lugar natal, entre el yo y su verdadero hogar: nunca se puede superar su esencial tristeza. Y aunque es cierto que la literatura y la historia contienen episodios heroicos, románticos, gloriosos e incluso triunfantes de la vida de un exiliado, todos ellos no son más que esfuerzos encaminados a vencer el agobiante pesar del extrañamiento. Los logros del exiliado están minados siempre por la pérdida de algo que ha quedado atrás para siempre.”
Edward Said, Reflexiones sobre el exilio.

De niño me gustaba jugar con el Mapamundi, el tomo 15 de la Enciclopedia Barsa tiene un suplemento de mapas y banderas interesantes a la hora de estudiar geografía. Uno de mis placeres consistía en calcar mapas de todas partes del mundo, a los 10 años ya me sabía los nombres de los países, sus capitales y colores de las banderas que los distinguían. Sentía una curiosidad instintiva que no supe identificar hasta llegar a la universidad.

Los países más recónditos del área septentrional causaban una extraña sensación en mí. Recuerdo disfrutar mucho calcando los mapas de las naciones escandinavas, especialmente Islandia y su capital de nombre impronunciable para un caribeño en edad infante: “Reykjavík”, ¡Reykjavík!, Rey-kja-vík, Reichavik, creo que la última suena mejor en castellano. Me gustaba imaginar que vivía en Islandia, el nombre de por sí remitía a un lugar idílico, estancia de dioses, espacio más-allá-de-la-humana-convención. Mi madre sospechaba la razón por la cual no quería participar en ningún deporte, prefería permanecer en mi habitación con mi juguete lleno de coordenadas.

Cuando estudiaba en la universidad conocí a un amable profesor de antropología que me regaló un libro de poemas, el autor era un hombre, aparentemente, reconocido: Eugenio Montejo. Este profesor conocía de mi extraño anhelo por Islandia y en una conversación me recitó fragmentos de un poema homónimo escrito por ese, para mí, desconocido poeta. Le dije que esa idea era mía, que a mí se me había ocurrido antes. La arrogancia de los jóvenes universitarios no conoce límites, supongo. Lo cierto es que este profesor de antropología me invitó a conocer a Montejo en una librería de la ciudad; yo acepté ir. Cuando lo vi por primera vez me pareció un hombre pequeño y de bigote gracioso, peinado de lado, como acostumbraban a los niños a ir al colegio, y un blazer marrón; el tipo era todo un caballero impecable. Me lo presentaron y mi primer comentario fue recriminarle que me había robado un poema. ¡Eugenio Montejo me robó un poema! Insisto, eran años de arrogancia. Él se sorprendió por mi comentario y me preguntó cuál era el poema. Islandia, le dije. Punto y aparte para contar la historia del poema, según mi memoria.

Ese poema tiene una historia particular –dijo Montejo-, lo escribí luego de unas vacaciones en Europa. Yo trabajaba en el consulado de Venezuela en Portugal. En el verano habíamos decidido irnos de viaje por el continente, pero aún no habíamos planificado el destino. Le propuse al grupo ir a Islandia (Risas). Ninguno me creyó pero yo insistí en conocer Islandia. Finalmente, el grupo decidió ir a Italia y yo me vi obligado a acompañarlos, no la pasé mal. Sin embargo, desde ese momento quedó en mí la expectativa, nunca satisfecha, por conocer Islandia. Le escribí un poema para compensar el viaje que nunca realicé.

Esa es la historia de mi encuentro con Montejo. Y con ella deseo empezar una bitácora de viajes personales que incluyen parajes ciertos, otros inventados y muchos añorados sin razón aparente.

La figura del exilio posee un atractivo para mí, la idea de este blog es explorar(me) hasta qué punto requiero uno y si cabría la posibilidad de construirlo a nivel interior; desde los confines de mi propia geografía. El poema de Montejo explica, en parte, ese anhelo personal por trascender los límites de mi condición meridional.