viernes, 26 de octubre de 2012

Del hito al mito y viceversa...Reflexiones en torno al 12 de octubre (1492-2012)

 
Estatua destronada de Cristóbal Colón. Ciudad de Mérida, Estado Mérida, Venezuela.

“...Y yo estaba atento y trabajaba de saber si había oro...” Cristóbal Colón, Diario de a bordo, 13 de octubre de 1492.

“...Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte; cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil...” Simón Bolívar, “Carta de Jamaica”, 6 de septiembre de 1815.

"...No viviremos ya más de rodillas." CCRI-CG, EZLN, 12 de octubre de 1994.


Se me encargó la tarea de reflexionar sobre el 12 de octubre de 1492. Ese fue el primer impedimento, lo demás ya lo sabemos: pensar sobre una piedra picuda durante días para terminar escribiendo unos apuntes a última hora, como ya es tradición venezolana. Aun así, mi disertación tiene como objetivo pensar precisamente sobre eso: la tradición. Son muchas cosas que como pueblo o unidad se nos achaca en torno a este tema. En efecto, las tradiciones son un conjunto de consensos que asumimos como referentes en nuestro día a día. Constituyen un marco de orientación disciplinar que actúan como patrimonio intangible de la sociedad. Sin embargo no podemos pensar el conjunto de valores de una cultura como si estos fuesen compartimentos estancos, inviolables, sagrados y monolíticos. El movimiento es lo que supera los escollos del presente, y a ese movimiento, a esas aceleraciones o impulsos, hay que estar atentos porque funcionan como pulsiones de muerte que, en última instancia, anuncian buenas nuevas. Pues, ni más ni menos, en eso consiste pensar sobre la llegada de los europeos al continente americano aquella madrugada del 12 de octubre, hace quinientos veinte años. 

Como suelo imaginar la historia en función de las preguntas, inquietudes, aciertos y desaciertos que abundan en mi mente conforme analizo el contexto latinoamericano, entonces uso la idea del hito histórico y su fusión con el mito. Es decir, los hitos históricos se van conformando en el imaginario colectivo en función de un relato. Mientras más lejano está un hito histórico es más propenso a convertirse en mito, y viceversa. Me disculpan los antropólogos presentes por los errores infligidos a su disciplina y, por supuesto, por no ahondar con mayor detenimiento sobre el particular; no lo hago por menoscabo. Cualquier abuso o exabrupto cometido contra la profesión pido que se absuelva en nombre de esa tradición a la cual estoy apelando. Hay que recordar que la ductilidad también forma parte de la conservación y transformación que requieren los pueblos.
 
Pero, a todas estas, ¿por qué les cuento lo del hito y el mito? ¡Ah, ya recuerdo! Decía que los hitos corren el riesgo de borrarse en los mitos y, también, al contrario porque en realidad el cuerpo social gusta de la nubosidad, de la amnesia selectiva, de la edición del pasado para configurar tramas que se adapten a las necesidades y preguntas del presente continuo. A nadie se le ocurriría hacer hoy en día el papel de un Funes el memorioso, ese personaje borgeano que me impela a la compasión. La historia nunca podrá abarcar la totalidad de los acontecimientos. El pasado constituye un pesado fardo incapaz de ser montado sobre la espalda de un solo hombre. A menos que sea el rey de España, don Juan Carlos de Borbón. En efecto, este al celebrar los 500 años del descubrimiento de América, el 12 de octubre de 1992, en el Salón de los Reales Alcázares de Sevilla, convidó a los presentes en el acto protocolar a “edificar de verdad una comunidad iberoamericana que, mediante una paulatina integración de nuestros intereses comunes, dé solidez y potencia a nuestra área geopolítica" (El País, 12/10/1992, edición digital). Diría que el Rey hace bien al compartir las responsabilidades de construir dicha integración, así le queda más tiempo libre para cazar elefantes en África. A fin de cuentas un hombre solo no puede cargar con todo el peso de la historia. Ya lo dije, ¿o es que lo olvidaron? 

No puede haber integración mientras los efectos de una conquista y poblamiento sirvieron (¿aún?) de caldo de cultivo para la aplicación de mecanismos de desigualdad y exclusión que impidieron la coexistencia de la alteridad. Ahora no me vengan con el cuento ese del “encuentro” o del “contacto”. Para encuentros los que uno tiene en el Metro o en cualquier parte de la calle con algún conocido o amigo. Y lo del contacto se me hace una suerte de X Files versión J.J. Benítez. Lo que acá ocurrió fue producto de la expansión de la recién fundada España en su afán por encontrar vías marítimas paralelas a la de los portugueses. Así podían comerciar directamente con los proveedores de especias, sin intermediarios otomanos que eran muy avaros y no gustaban de dar crédito, ¡Alá es grande y Mahoma es su profeta! Claro, es que la opción del comercio sin intermediarios para adquirir ganancia es un derecho de los pueblos, por cierto el mismo que reclaman los indios tzotziles y tzeltales en Chiapas para poder vender su café e invertirlo en el bienestar de las comunidades autogestionadas, mejor conocidas como “Caracoles”. Entonces, ese azar de tropezar con un continente desconocido para los europeos no fue otra cosa que la oportunidad ideal para extender sus redes de comercialización. Territorio, población y recursos naturales fue una tríada perfecta para quemar las naves y fundar pueblos y villas, haga de cuenta la Santísima Trinidad del Kino Táchira y se queda pequeña ante la magnitud del tesoro. Hablar del 12 de octubre en calidad de encuentro no forma parte de una reflexión mesurada de ese hito, como diría José Ignacio Cabrujas:
Aquí, cinco siglos atrás, en lugar de “encuentro”, una palabra que alberga acuerdo y entendimiento entre personas que se respetan, hubo topetazo, hubo zambombazo y sopapo, zurra o disciplinazo y si se desea un nombre bonito, para llenarnos la boca en Madrid cuando nos fajemos a hablar de la herencia y la síntesis y la monserga, deberíamos bautizar estas ceremonias con el nombre de “el coñazo de cultura y cuarto”, mucho más legítimo y sobre todo, mucho más exacto a la hora de describir los sucesos de Rodrigo de Triana y sus herederos, a bordo de la carabela, cuando abrió los ojos en la madrugada y vio cocoteros. (2009: 79)

Ese “coñazo de cultura y cuarto” es el inicio de lo que podríamos denominar como Historia de América. La intención no es satanizar uno de los bandos implicados en el acontecimiento, tampoco la de conformar una visión idílica de los habitantes autóctonos. Eso sería llover sobre mojado o, simplemente, continuar una polémica estéril entre las leyendas negra y dorada. A propósito de la leyenda negra, no puedo dejar pasar por alto la concepción pueril que tienen muchos sobre las culturas indígenas de América; escuela fundada por fray Bartolomé de Las Casas, recuperada por Jean Jacques Rousseau en la visión del “buen salvaje” (imagino a mucha gente en pelotas) y, posteriormente, recuperada por los independentistas en sus libelos incendiarios contra la monarquía española. Pensar que los indios de ahora son los mismos que los de antes es asumir una minusvalía de estas comunidades en su lucha por la reivindicación y ampliación de los derechos democráticos. Además, ese pensamiento es anulado por la serie de procesos y manifestaciones que hemos observado en América Latina en las últimas décadas. Con respecto a esto último, menciona el subcomandante Marcos en una entrevista que le hiciera Manuel Vázquez Montalbán, en torno al significado de la rebelión en Chiapas:  
El primero de enero de 1994, cuando la gente supo de nosotros, o se suma o se alza contra, pero se produjo una tercera reacción, la de los millones de mexicanos que aprovecharon esa rotura del encantamiento para percibir que querían otra cosa. Para el Estado fue una novedad descubrir que había tanta oposición y que estaba dispuesta a plantear el cambio. Y nosotros descubrimos que el mundo no es tan sencillo, que no hay amigos y enemigos sino que hay otros grupos que están planteando cosas que hay que escuchar. En todo caso el mérito que tuvimos fue que supimos detenernos a escuchar. Pudimos no haberlo hecho y otra hubiera sido la historia. (1999: 170-171)

Hago énfasis en el uso que hace Marcos del verbo descubrir. En efecto, el 12 de octubre de 1492 es una fecha que no puede quedar detenida en ese año si no forma parte de una dinámica constante que siempre está sorprendiendo. Esa fecha no constituye una efeméride de fácil despacho o nulo interés. Y acá vuelvo al asunto de los hitos y los mitos. Les conté del primero pero faltó el otro. Considero al mito como una entidad viva capaz de conservar los rudimentos básicos para la construcción de un relato. ¿Cuál? Pues es el que usted quiera. ¿O es que vino acá a oír verdades? La verdad es una construcción a largo plazo, requiere tiempo. Precisamente lo que no tuve para escribir esta conferencia. Sin embargo, quisiera recordar lo dicho por la profesora María Elena González en la disquisición sobre el concepto de historia de América y el 12 de octubre, dice: “...Cada quien ve en él lo que quiere ver. Pero quizá dentro de tanta quimera pueda filtrarse algo de verdadera reflexión histórica que permita renovar nuestra visión del pasado...” (1993: 56). Es mi deseo pensar la historia de la manera más compasiva, amplia y tolerante posible, lo cual no quiere decir que sea un pendejo sino que tengo el derecho, y lo ejerzo, a hacer del conocimiento del pasado de mi continente una labor de vida, una ética, un habitus; no sea que octubre se convierta, como decía Monsiváis, un mes después de los sucesos en la Plaza de Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968, “...en el mes más cruel que mezcla memoria y rencor y enciende la parábola del miedo en un puñado de polvo...(2010: 305). Lo contrario sería entrar en polémicas bizantinas o histerias absurdas. 
Y hablando de la histeria y la historia, tenemos aseveraciones, por demás hiperbólicas, de la concepción de minusvalía que prevalece en cierto falso ideario sobre la identidad americana, como la descrita por Octavio Armand en el ensayo titulado “América como mundus minimus”, cito:
Seremos siempre un cadáver transformista: europeos venidos a menos. A mucho menos. Nos revolcaremos siempre, pobres indigenistas, marxistas, capitalistas de segunda, en la jaula de definiciones que otros han inventado. Esos otros gozan viéndonos trepados en lo real maravilloso, como monitos pintados por el aduanero Rousseau; en taparrabos, o enfrascados en interminables guerras, guerritas y guerrillas que solo demuestran nuestra indefensión. Saben que siempre podrán reírse en nuestras barbas. Le tenemos alergia a la realidad. Quizá porque las pocas veces que hemos intentado rozarla hemos comprobado que no existe. América no existe. Fuimos inventados, fuimos improvisados. Nuestra historia ha de ser ficción y nuestra voluntad improvisación. Una novela de García Márquez es más útil para conocer nuestra soledad que todas las academias de la historia. Pero ni siquiera en esto somos verdaderamente originales. Para retratar el Nuevo Mundo esos otros que nosotros somos a medias lo vieron con una mirada arqueológica. Arruinaron la novedad de América para que se pareciera, siquiera paradójicamente, al Viejo Mundo, a sus propias raíces, a sus ruinas. Cortés fue algo así como un paradójico Schliemann para nosotros. Destruir a Tenochtitlán fue un poco como excavar a Troya. Sólo la destrucción permitiría que la capital de los aztecas se convirtiera en la capital de la Nueva España. (2005: 39-40)

...Un minuto de silencio por la memoria de este pensamiento difunto.
Gracias por su paciencia y atención. 

Bibliografía

Acosta, Héctor (coord.) (1993). Una mirada humanística. Caracas: Fondo Editorial de Humanidades, Universidad Central de Venezuela.
Armand, Octavio (2005). El aliento del dragón. Caracas: Ediciones de la Casa de la poesía J.A. Pérez Bonalde.
Bolívar, Simón (1997). Escritos fundamentales. Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana.
Cabrujas, José Ignacio (2009). El mundo según Cabrujas. Caracas: Editorial Alfa.
Colón, Cristóbal (1991). Diario de a bordo. Madrid: Historia 16.
EZLN (1995). Documentos y comunicados, 2. México: Ediciones Era.
Monsiváis, Carlos (2010). Días de Guardar. México: Ediciones Era.
Vázquez Montalbán, Manuel (1999). Marcos: El señor de los espejos. Madrid: Editorial Santillana.

Nota: Este discurso fue pronunciado en la Escuela de Historia de la Universidad Central de Venezuela el 23 de octubre de 2012, junto a los antropólogos Rodrigo Navarrete y Ronny Velásquez. Soy responsable de toda lucidez que allí esté escrita, las locuras son de otro.

martes, 18 de septiembre de 2012

Medellín de palimpsesto


Cementerio San Pedro

Me fui a Medellín tras los pasos de Fernando Vallejo, mi verdadero padre. Aunque él piense que la reproducción es un flagelo, lo cual es cierto, aun así fui engendrado en su pensamiento, palabra, obra y omisión, es decir, soy una suerte de pecado involuntario. Lo mismo podría decir de Nietzsche, Said y Monsiváis. Todos ellos hombres especiales en mi formación intelectual, todos muertos. Salvo uno que anda vivo y mentándole la madre al prójimo, ese es Vallejo. Alguna vez me invitaron a conocerlo pero desistí de ese encuentro, dos diablos no se pueden encontrar en un mismo espacio, somos machos alfas y terminaríamos a dentelladas, o a lo mejor no. En todo caso no me interesa el autor sino la obra, porque esta última fue la que me arrastró, como las aguas del río Cauca con toda su mierda y sus gallinazos, hasta la ciudad de Medellín. 

Durante mucho tiempo, quizás dos décadas, Medellín fue la ciudad más peligrosa del mundo, la sucursal del crimen, el narcotráfico, campo de acción de Pablo Escobar, de los paramilitares, de Uribe Vélez, de una fauna variopinta que conformó una manera de vivir el terror y la violencia urbana. Hoy en día forma parte de un crecimiento económico considerable, con signos visibles de mejoras en los servicios públicos y de políticas gubernamentales orientadas hacia la incorporación de los habitantes pertenecientes a los sectores más deprimidos, los de las comunas. Quise testificar esos cambios con mi presencia y no salí defraudado. 

María Auxiliadora, Iglesia de Sabaneta.
La noche que llegué al hotel sintonicé la televisión, algo inusual en mí pero me dejé llevar por la curiosidad, y para mayor sorpresa me encontré ante la novela Pablo Escobar, el patrón del mal. Esa producción forma parte de otra serie de narconovelas que marcan la pauta en materia televisiva colombiana, bien sea para consumo interno o externo. En todo caso la vida de los narcos parece ser el nuevo centro de atención de los latinoamericanos. Lo cual no me genera sorpresa alguna, puesto que este continente siempre ha sido un campo fértil para el crimen y para la conformación de estos antihéroes, con toda su carga compleja y de difícil asimilación. Y pensar que a Vallejo lo consideran apologista de la violencia colombiana; menuda farsa en un continente donde el crimen es un espectáculo de consumo masivo. Bastaría prestar atención a las letras de cualquier reggaetón para darse cuenta de las innovaciones musicales que relatan el crimen, mientras unas mujercitas neumáticas se mueven al ritmo primitivo de ven-a-mí-papito-que-te-cojo.


Edificio Coltejer, emblema de modernidad antioqueña.
Cuento todo esto sobre Medellín porque lo que vi me lleva a pensar en una suerte de exornación de los espacios donde actuó el Cartel de Pablo, el Patrón. No será fácil explicar esto, requiere de otras entregas sucesivas, pero no puedo pasar por alto lo que se presenta como un elemento sintomático de lo que llamaría “Medellín de palimpsesto”…Ya seguiré reflexionando sobre el particular.

jueves, 19 de julio de 2012

Caracas (Inter)subjetiva



La primera vez que conocí el miedo fue en Caracas. Mis padres acostumbraban a pasear algunos fines de semana por el bulevar de Sabana Grande (recuerdo que me encantaban sus adoquines, por eso cada vez que voy a recorrerlo no puedo dejar de mirar al suelo) con todos sus hijos, el inconveniente de siempre era mi desobediencia involuntaria. Desde niño padezco de una particular dispersión al momento de caminar y por eso me perdía. Bueno, en realidad mi madre se escondía desde algún lugar donde pudiera visualizarme hasta generar la desesperación del extraviado; escena de llanto, moco e hipo incluidos. Ese miedo, ese terror infligido por la dureza de la educación de mis progenitores, no me corrigió. Por el contrario, afianzó aún más la actitud despalomada con la cual habría de transcurrir mi infancia, además de causarme una cicatriz en la rodilla por patinar en la ducha con el suelo enjabonado, otra en la oreja por el asa de un tobo, una herida en los labios por tropezar en una escalera de metal, la pérdida de un diente de hueso por un peine que me arrojó mi hermana (la quiero tanto que hasta eso se lo perdono), una quemadura en el empeine por tumbar una taza de tilo que estaba en el suelo, un raspón en la cara, casi invisible, ocasionado por un gancho de colgar ropa, otra cicatriz en el mentón (esta vez ocasionada por un empujón de una prima, a esa sí que no la perdoné nunca) y paro de contar porque el lector pensará que hago una descripción del cuerpo de un recluso (o interno, depende de cuál sea su posición ante la problemática carcelaria). 

Pero, a todas estas, ¿en qué iba? Decías que la primera vez que sentiste miedo en Caracas fue… ¡Ah, sí! Me parece específico contar esa experiencia porque la capital para mí responde a una dispersión, a una vida que aprendí a cultivar en mi interior y ha hecho, entre otras cosas, que obvie el riesgo, al asaltante de la camionetica, al motorizado hijueputa, al pedigüeño iterativo, al caos urbano que agobia tanto al habitante de esta insólita, por desconcierto y gratificación, Santiago de León de Caracas. Si bien es cierto que existen problemáticas desidiosas y una suerte de vejamen constante hacia el ciudadano, aun así no dejo de posar la mirada sobre las experiencias placenteras que obtengo por vivir acá. No puedo despreciar a una ciudad que me arroja un mango mientras realizo ciclismo a la altura de Chacaíto (hecho verídico y que no intenta emular la ridícula escena de la manzana sobre la cabeza de Isaac Newton; no “descubrí” la Ley de la Gravitación Universal, simplemente me lo comí), de salas de cine de proyección alternativa, museos y galerías de arte, diversidad gastronómica, alcantarillas verticales (diseño único de la Alcaldía de Baruta, especial para atrapar a ciclistas incautos), el cerro El Ávila y la Cota Mil de los domingos, parques metropolitanos hermosos, rascacielos únicos en América Latina, seguridad vial y atención oportuna al turista, en especial si hablan inglés trinitario, etc. ¿No me creen? No están en la obligación tampoco, no han firmado un pacto ficcional conmigo. Es decir, para mí eso es una ciudad: una mezcla de fantasía con realidad, de ilusión con despecho, de gozo con amargura, de satisfacción con desespero. Entre binomios vivimos y observamos a Caracas, mientras aprendemos a incorporar, por las buenas o las malas, la otredad. En efecto, es al otro al que quiero comprender aunque a veces se me vaya la paciencia en ello. 

El reconocimiento de la alteridad es lo que requiere Caracas. Una ciudad que responde a la coyuntura histórica por la que atraviesa el país está urgida de un discurso y gestos simbólicos que busquen subsanar la polarización que carcome y azuza, día a día, los ánimos. Intento recuperar el aliento cada vez que una persona genera un comentario despectivo sobre Caracas y sus habitantes, no puedo menos que despreciar a aquel que no hace nada por intervenir en la ciudad con el objetivo de modificarla, de hacerla más próxima y humana. Ciertamente, no volveré a vivir aquella ciudad de mi infancia (quizás el cocodrilo inmortal del Parque del Este sí lo haga), tampoco la que cuenta mi abuelo, el caraqueño antediluviano que más sabe de sus calles y avenidas. Sin embargo, me queda la esperanza, la solidaridad de los que me rodean y la curiosidad de mis alumnos. En fin, me queda la satisfacción de ver que este blog ha sido posible gracias al desempeño de una generación de jóvenes que no desean irse muy lejos, sino quedarse el tiempo necesario, el tiempo que cada uno de ellos perciba de esta Caracas (inter)subjetiva: www.hablamedecaracas.blogspot.com

Nota: Texto escrito para la introducción del blog de alumnos de la materia de Lengua y Literatura III, correspondiente al Ciclo Básico de la Universidad Simón Bolívar.


martes, 26 de junio de 2012

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Cuando abrí este blog lo hice con la intención de conformar un espacio en el cual pudiera, de vez en cuando, soltar prenda a la palabra escrita, esa que tantos dolores de cabeza me produce y, como a una amante caprichosa, no suelto. A esta criatura llamada lenguaje le debo mi estructura del sentir y no descansaré hasta verla convertida en obra, en pieza fundamental de la personalidad y muestra de fantástica cordura-locura subjetiva, todo en tránsito terrestre hacia parajes de autoexilios de naturaleza variopinta. Me refiero a un tránsito contingente entre la palabra y la acción, a una conjugacion acertada que bien podría haber ocurrido, o no. A este gesto escriturario le imprimo un tono serio y la promesa de no abandonarlo. Tampoco podría olvidar al niño que dibujaba mapas y siempre mantuvo a Islandia como una ensoñación, una suerte de mundo que no queda tan lejos, aquello que algún día leí y me encantó, una frase que rezaba: utopía realizable; mala leche para el autor porque lo olvidé. Estos viajes de la escritura no descansarán hasta haber alcanzado las tierras de Olaf, el hijo de alguna Marujita de Reykjavík, así sea para darme el gusto de visitar el paraje que deseaba Montejo y nunca pudo conocer. Ahora bien, en esta oportunidad transcribo el poema que ha inspirado todo este proyecto:

Islandia

Islandia y lo lejos que nos queda,
con sus brumas heladas y sus fiordos
donde se hablan dialectos de hielo.

Islandia tan próxima del polo,
purificada por las noches
en que amamantan las ballenas.
Antigua fotografía de fondo en el blog. Testimonio elocuente del deseo.

Islandia dibujada en mi cuaderno,
la ilusión y la pena (o viceversa).

¿Habrá algo más fatal que este deseo
de irme a Islandia y recitar sus sagas,
de recorrer sus nieblas?

Es este sol de mi país 
que tanto quema
el que me hace soñar con sus inviernos.
Esta contradicción ecuatorial
de buscar una nieve
que preserve en el fondo su calor,
que no borre las hojas de los cedros.

Nunca iré a Islandia. Está muy lejos.
A muchos grados bajo cero.
Voy a plegar el mapa para acercarla.
Voy a cubrir sus fiordos con bosques de palmeras. 

Lo más curioso es aquello que me interpela, lo que busco siempre tiene que ver con ese mariposeo en la barriga que no he podido saciar, a ese objeto extraviado le he pillado una pista orientada al reino de las ballenas, a la casa de Björk, al sintetizador de Ólafur Arnalds y, lo más importante, a estas ganas cojonudas de estar en constante movimiento por miedo al aburguesamiento de los sentidos.

viernes, 22 de junio de 2012

Posar la mirada, modelar el deseo


Escena de Un perro andaluz (1929), cortometraje de Luis Buñuel.
Hay algo interesante en la manera cómo percibimos las cosas, la mayoría de las veces no reparamos en el conjunto de valores que conforman los gustos estéticos. La dinámica del mundo contemporáneo invita al consumo de lo visual, en su mayoría imposiciones y arbitrios sustentados por el mercado global con su permanente producción de deseo. La publicidad ya forma parte del día a día, sumado a las tecnologías de información y comunicación (TIC), ambas han evolucionado considerablemente y han logrado refinar los mecanismos por medio de los cuales dirigen sus mensajes. Ahora bien, pensar que la comunicación y su relación con la economía capitalista interviene al sujeto y le condiciona a una suerte de percepción del mundo estandarizada, edulcorada y, a veces, alienante, es sólo reparar en un aspecto del fenómeno. A mi juicio lo importante no es asumir una posición defensiva ante la agresión de una economía que promueve la exclusión y la desigualdad y que, además, pretende monopolizar la práctica de la democracia. No. Lo que hay que entender es el papel que juega el deseo en toda la producción capitalista de Occidente, y en particular de este “extremo Occidente”, como gustaba decir José Martí cuando se refería al continente americano. 

El deseo es precisamente aquello incapaz de ser saciado. La característica fundamental del deseo es la insatisfacción permanente por parte del sujeto que aspira suplir una carencia (nunca identificada) con la adquisición de algún objeto. No hay nada natural en el deseo. El deseo responde a sensaciones estimuladas por el entorno, a un modelaje del tiempo y espacio en el que el sujeto circunscribe sus acciones. Es decir, el deseo no es autónomo. Si el deseo está socialmente orientado y responde a una carencia, a una falta, no queda otra sino identificar el orden simbólico al que pertenece. Si el orden simbólico no actúa sobre el sujeto entonces su lugar es tomado por la pulsión. Ser dominado por la pulsión implica, entre otras cosas, entrar en el terreno del goce. A todas estas no sé qué diablos estoy haciendo al narrar lo del deseo. Además, ¿por qué estoy escribiendo en términos lacanianos? ¡Ah sí, ya recuerdo! Todo empezó por el tema del mercado y sus implicaciones en la conformación de los valores estéticos del sujeto Occidental. Es sencillo, me interesa identificar la intención ideológica de una imagen. 

Al identificar los elementos ideológicos que componen una imagen actúo como sujeto (auto) consciente. Ahí ya tengo una batalla ganada con la embestida publicitaria que me ahoga y agrede permanentemente. Esta afirmación no está relacionada con aquello que insisten en llamar “izquierdismo trasnochado”, tan de moda en el léxico de los que ven con ojeriza el disenso y la crítica. No tengo el control total de las imágenes que observo y aparecen ante mí de forma azarosa, pero sí poseo la capacidad de observar, de posar la mirada en lo que me interpela, lo que me mueve a cuestionar y repensar mi estructura de sentido y raciocinio, incluso de regodearme con lo que me afirma; un poco de narcisismo no cae mal en un momento donde ser diferente atenta contra el sentido común, el menos común de los sentidos (y me perdonan el cliché). Se trata, entonces, de ejercer la crítica con el objetivo de transformar el entorno, de devolver al hombre la constitución de animal político, de despojarse de la moral pacata (Dios y Patria) no con el objetivo de figurar un gesto existencialista, o una suerte de rebeldía sin causa, sino de experimentar el placer de la comprensión. La comprensión responde a mi propia fantasía de escapar del orden del discurso, de lo hegemónico. Esa fantasía es equivalente a un niño que come su propia mierda, es decir, si sé que como sujeto soy un comemierda, entonces decido qué clase de mierda comer. En última instancia, la crítica de la representación es mucho más verdadera que la representación en sí. Y lo es en tanto está personalizada y no encubierta con la falsedad de lo objetivo o, peor aún, de las “buenas intenciones”. El objetivo es no sucumbir a las imposiciones sino orientar el deseo hacia las insatisfacciones fantasiosamente escogidas, seleccionadas y discriminadas, es decir, modelar el deseo.

jueves, 7 de junio de 2012

Historia de un hombre pendejo


Había una vez un hombre que en medio de la derrota, el sufrimiento y la ruina mencionó:
“Desnudo salí del seno de mi madre, desnudo allá volveré. Yavé me lo dio, Yavé me lo ha quitado, ¡que su nombre sea bendito!” (Job 1, 21)
Una vez que perdió a su familia y patrimonio el hombre cayó enfermo y su cuerpo sufrió el dolor físico que antecede a la muerte, pero sin alcanzarla aún. Su mujer le reclamó su estado de pasividad y lo impeló a morir. Este en respuesta a la solicitud de su cónyuge dijo:
“Hablas como una tonta cualquiera. Si aceptamos de Dios lo bueno, ¿por qué no aceptaremos también lo malo?” (Job 2, 8-10)
A todas estas el hombre ignoraba la negociación secreta entre el tal Yavé y su aliado Satán, todo con el objetivo de probar la fe del protagonista de la historia. Los autores intelectuales del crimen nunca confesaron su proceder ante la víctima, de esta manera el hombre murió abrazando la convicción del temor a Dios como garantía de salvación y vida eterna.

sábado, 26 de mayo de 2012

Un texto revelador


   Ya sentía la droga descender de los conductos nasales directo a la traquea. Bien empericado salió del baño rumbo a la sala donde se hallaban las tragaperras. Desde hace dos semanas, una vez terminada su jornada, iba religiosamente al casino ubicado cerca de su casa. Nunca había jugado nada en su vida, salvo una que otra rifa, de esas que hacen para recaudar fondos en las universidades. Tampoco era un hombre con suerte, pero Antonio pensaba que apostar un poco de dinero lo reivindicaba de la monotonía. Una a una introducía las fichas en la lúdica máquina, jalaba la palanca y esperaba a que la diosa de la fortuna decidiera el resto. Nada. Una noche de mala racha, pensó. Palpó el bolsillo interior de la chaqueta y notó que aún quedaban unas cuantas fichas para un último intento. La emoción crispaba su rostro al ver que en la segunda fila descendía verticalmente el mismo limón que en la primera; el tiempo parecía detenerse y la tensión aumentaba ante la expectativa de la tercera. Una mezcla de emoción y sudor eran señales inequívocas que había ganado.

   El premio en metálico fue de un millón de bolívares. Antonio no atinaba en cordura y enceguecido por la victoria decidió volver al baño a inhalar un poco más de polvo. El mismo procedimiento automático, la misma sensación de furia, respiración profunda ante el espejo y las manos simulando un cuenco lleno de agua directo a la cara. Ahí estaba, frente a frente con una imagen no reconocida. Recorrió con su mirada su propia identidad y pensó que así debían verse los ganadores. Salió del casino sin ser notado, últimamente pasaba desapercibido y en repetidas ocasiones ni le cobraban el pasaje del autobús, hasta se llegó a jactar de ser una suerte de camuflaje perfecto para el hampa caraqueña acostumbrada a joder a todo el mundo. Ya en la calle hacía señas a los taxis, pero estos no se detenían. Misión imposible la de tomar transporte. Caminó unas cuantas cuadras hasta llegar a su casa. Lo de siempre, la impercepción de los transeúntes y la querella con la existencia. Quiso tomar el teléfono y contar a algún amigo la suerte del día, pese a su acostumbrado egoísmo Antonio sintió unas ganas incontenibles de compartir el botín, así en medio de tanta indecisión sucumbió ante el cansancio. Hay que comprender, alguien acostumbrado a asumir la derrota como forma de vida le resulta difícil e incomprensible la augusta sensación del triunfo. Una vez recostado en su cama tomó un libro para alcanzar un mínimo de concentración, la pasividad era su sello característico. La calma que proporciona la lectura fue interrumpida de forma abrupta en unas líneas, una sensación de espanto lo llevó a arrancar la página mientras un quedo llanto atragantado le hacía temblar, desesperado mordía los dedos de las manos mientras balanceaba su cuerpo hacía atrás y adelante en un ritmo atávico. De repente se detuvo, miró hacia la mesa de noche, abrió la gaveta e impulsado por una locura repentina salió de la habitación, sirvió un vaso de agua y empezó a tomar una a una las pequeñas pastillas sin reparar en el exceso.

   A las diez de la mañana del día siguiente una comisión del CICPC se trasladó hasta el edificio Guaicaipuro, piso 5, apartamento 53, ubicado en la avenida Baralt. A las nueve y veintisiete minutos, la central policial recibió una llamada de una mujer que decía haber encontrado el cadáver de su inquilino. El comisario Eugenio Galindo escuchaba con atención los comentarios de aquella perturbada señora e hizo señas a dos oficiales para que le tomaran declaración. Entró al cuarto donde yacía Antonio, la típica escena de un suicidio por ingesta de psicotrópicos, fue lo único que imaginó el comisario. Con los brazos cruzados siguió observando, de un lado a otro sus ojos se posaban sobre las pertenencias del occiso. Hurgó en el pantalón que tenía puesto el cadáver y halló una bolsa de cocaína, “presunta cocaína” como acostumbran a decir en el argot policial, luego pasó a la chaqueta donde extrajo un cheque emitido a nombre de un sujeto que respondía al nombre de Antonio José Rodríguez Cuevas, leyó la titularidad del documento: Casino Royal Lucky, y no pudo menos que sonreír y rascarse la cabeza. Al salir de la habitación reparó en una hoja arrugada tirada en el suelo, la abrió y leyó su contenido en voz baja:

La Naparoia
Los pacientes atacados de naparoia sienten la extraña sensación de que nadie los persigue, ni está tratando de hacerles daño. Esta situación se agrava a medida que creen percibir que nadie habla de ellos a sus espaldas, ni tiene intenciones ocultas. El paciente de Naparoia finalmente advierte que nadie se ocupa de él en lo más mínimo, momento en el cual no se vuelve a saber más nunca del paciente, porque ni siquiera puede lograr que su siquiatra le preste atención.
    
   El comisario no podía creerlo, llamó a uno de los oficiales que lo acompañaban, le mostró la droga hallada y la página junto al libro mutilado. El oficial leyó el título del libro en voz alta, “Abrapalabra”, dijo. Repasó la página suelta, mordió su labio inferior mientras cavilaba, y confundido se dirigió a Galindo.
—No entiendo. Un hombre va al casino, gana un millón, llega a su casa y luego se suicida ¿Qué piensa usted comisario?
—La riqueza, Ordóñez, como muchas cosas en la vida, se alimenta de la aprobación de los que te rodean.  

Luego Galindo dio la orden para que el cuerpo fuese trasladado inmediatamente a la morgue de Bello Monte.

Nota: este cuento forma parte de un ejercicio literario que escribí en un taller. No ha sido modificado desde entonces; ni pretendo hacerlo.

¿Cómo fue?


Pocas veces en la vida tenemos la oportunidad de estar ante una experiencia religiosa, sobre todo para una mente libre de aspavientos y supersticiones. Nunca había imaginado formar parte de una sensación sublime hasta que vi en persona a Omara Portuondo. Mientras en Caracas mi familia y amigos se preparaban para brindar por el nacimiento de un niño que no ha parado de nacer una y otra vez, una y otra vez, como si fuese algo realmente original, yo me encontraba en plena calle Galeano de Centro Habana buscando entradas para ingresar al teatro América. El tiempo transcurría en aquella calle oscura y la impaciencia se iba apoderando de mí, aunque una vez que empiezas a entrar en calor con los habaneros te das cuenta que las colas no significan pérdida de tiempo, por el contrario, representan la oportunidad para socializar y ponerse al día con la información nacional, e incluso personal. Un portero anuncia que los boletos han sido agotados y no habrá acceso al teatro porque está copado, decido retirarme con mi amigo rumiando la derrota. De repente aparece de la nada, como una invocación, un funcionario de protocolo del teatro y nos pregunta si queremos entrar al espectáculo. La desconfianza se apodera de este servidor, caraqueño malgeniado y a la espera de cualquier tramoya de los “servidores públicos”, y antes de responder con una negativa mi amigo se anticipa y le dice que sí. Por supuesto, debo admitir que es una gran ventaja viajar con gente curtida en esos asuntos del estímulo y el estipendio, también agradezco tener amigos que no sucumben al fracaso tan fácilmente, antes amagan con ímpetu y optimismo. En fin, una vez estimulado el funcionario, pudimos obtener asientos en primera fila para el evento. Pero, ¿a todas estas quién se iba a presentar? El hijo de Juan Almeida, un tal JG. Pensé que el hombre podría ser famoso en el patio trasero de la casa de su abuela pero, para mayor desconcierto, el público estaba enloquecido con el artista. Hijo de un general de la revolución, JG es un personaje que recuerda a los cantantes puertorriqueños de reaggeton o reguetón, usted decida con cual se queda, de todas formas la RAE no se ha pronunciado aún. Entonces, hagamos el esfuerzo por imaginar a un sujeto que parece cantante de reaggeton o reguetón, no fijo posición al respecto ni tampoco repito explicación, pero que canta salsa y no es puertorriqueño sino cubano. Añado la presencia de varios artistas isleños, profunda admiración y apoyo que los cubanos sienten por su música. Hasta ahí todo iba bien, me encontraba en un edificio de viejo cuño y de tradición caribeña, referencia de la cultura latinoamericana, oyendo a artistas desconocidos hasta que de pronto, y sin avisar….
Aparece ella. Omara Portuondo desciende por el palco central entonando a capela una canción. Identifico su suave y sensual voz, la he oído un montón de veces desde mi dispositivo musical y no podría pasar desapercibida. Ella sigue bajando, rumbo al escenario, vestida de blanco, majestuosa. Omara se apoya de mi brazo para continuar su trayecto. Ese toque fue suficiente para sentir el hechizo de una isla que aún no logro sacar de mi cabeza. Una isla que recuerdo con una mezcla de nostalgia y felicidad. La dicha que sentí en las dos semanas que estuve en suelo cubano es equivalente a los minutos de inspiración que transcurren mientras redacto estas letras, con un fondo musical de la gran Omara Portuondo. ¿Cómo fue? Pues no sé decirte cómo fue, pero de Cuba me enamoré.

martes, 15 de mayo de 2012

Monologando con Žižek


Hace poco pude ver el extraordinario filme Into the Wild (2007), dirigido por Sean Penn. Se trata de una historia basada en hechos reales, la vida de un joven llamado Christopher McCandless, interpretado por el actor estadounidense Emile Hirsch. Procedente de un hogar disfuncional de clase media alta el protagonista se ve cuestionado por los valores de la sociedad donde vive, por ello decide abandonar su entorno y adentrarse en la búsqueda de un mundo alterno, uno donde no exista el contacto con la humanidad; la naturaleza. Podríamos asociar su actitud con rasgos de misantropía pero las reacciones de Christopher no responden a un desprecio por su especie sino a una sensación de agobio y desagrado por la vida que le ha tocado en suerte, una vida donde no existe la posibilidad de ser libre porque las aspiraciones se ven limitadas a una serie de demandas involuntarias (familia, profesión, trabajo, etc.). La ausencia de voluntad e intervención en un mundo cada vez más impersonal, tecnológico, consumista y automatizado arrastran al protagonista a una aventura que tiene como objetivo habitar en las profundidades de Alaska, lugar donde haya la muerte.

            Identifico otro filme que podría dialogar con el anterior, se trata de 127 Hours (2010), dirigido por Danny Boyle. La trama está inspirada en la traumática experiencia de Aron Ralston, interpretado por el actor James Franco, un aficionado a explorar los cañones del estado de Utah que sufre un accidente con una roca que aplasta su brazo derecho sin poder solicitar ayuda. El protagonista sólo cuenta con algunas provisiones, una videocámara y una navaja multiusos. En medio de la agonía Aron empieza a lamentar las decisiones que tomó en su vida y terminaron por alejarlo de la familia y entorno más cercano. La mezcla de recuerdos y delirios producidos por el estado de inanición y dolor lo instan a amputarse el brazo como medida extrema de supervivencia. Aron logra salvarse al topar con una familia que le brinda la asistencia y pone en contacto con personal de rescate. La escena final es realmente reveladora: un fondo musical anuncia a un sujeto que logra salir victorioso después de haber librado una batalla por la vida, para luego terminar casado y con hijos. 

            Ambos filmes conforman una ruda crítica al sistema social estadounidense, eso es lo que podríamos observar en una primera impresión. Sin embargo, es curioso el tratamiento que dan a la relación entre el hombre y la naturaleza. La relación/oposición entre la humanidad y la naturaleza es un viejo tema que ha llenado páginas enteras de la filosofía, entre otras ramas del pensamiento que no vienen al caso en esta breve disertación. Me sorprende la visión de una naturaleza amenazante y cruel con el hombre que identifico en los casos referidos. Una acción suicida en el primer caso, un escarmiento en el segundo. Intuyo cierta perversión en la representación de la muerte del joven McCandless y un goce en el padecimiento de Ralston. En mi mente imagino las escenas de un Christopher que decide morir Vs. un Aron que se aferra a la vida, con todas las consecuencias que esa decisión puede acarrear. Imagino, también, a un Christopher desedipizado y a un Aron reedipizado. En todo caso, me parece que ambas historias responden a una fantasía de los directores, no a lo que yo he decidido ver. 

            Defiendo el derecho a la entrada y salida del Leviathan, a la licencia que autoriza el libre tránsito por el centro y la periferia. Ni más ni menos, inserto mi propio deseo en cada una de las películas con las que me identifico. Digo mi deseo porque se me antoja estar ahí dentro, no asumir la pasividad del espectador. Es a mí al que quiero ver en esas historias. Descarto los efectos aleccionadores que se proyectan en el cine, el arte posee suficiente autonomía como para fundar el caos, el tuyo y el mio, sin que se pueda controlar el sentido. Sugiero una aproximación al cine desde el capricho de la subjetividad, desde la mirada atomizada, no capturada ni domesticada. Dejemos que sea nuestro propio deseo el que se inscriba en cada una de las producciones culturales que consumimos y adquirimos. Lo esquizo no debería ser propiedad exclusiva del capitalismo. En fin, reivindico un arte donde sea el protagonista y estimule la capacidad infinita de la imaginación, un arte que interpele a cada instante la ficción que hay detrás de la realidad.