sábado, 26 de mayo de 2012

Un texto revelador


   Ya sentía la droga descender de los conductos nasales directo a la traquea. Bien empericado salió del baño rumbo a la sala donde se hallaban las tragaperras. Desde hace dos semanas, una vez terminada su jornada, iba religiosamente al casino ubicado cerca de su casa. Nunca había jugado nada en su vida, salvo una que otra rifa, de esas que hacen para recaudar fondos en las universidades. Tampoco era un hombre con suerte, pero Antonio pensaba que apostar un poco de dinero lo reivindicaba de la monotonía. Una a una introducía las fichas en la lúdica máquina, jalaba la palanca y esperaba a que la diosa de la fortuna decidiera el resto. Nada. Una noche de mala racha, pensó. Palpó el bolsillo interior de la chaqueta y notó que aún quedaban unas cuantas fichas para un último intento. La emoción crispaba su rostro al ver que en la segunda fila descendía verticalmente el mismo limón que en la primera; el tiempo parecía detenerse y la tensión aumentaba ante la expectativa de la tercera. Una mezcla de emoción y sudor eran señales inequívocas que había ganado.

   El premio en metálico fue de un millón de bolívares. Antonio no atinaba en cordura y enceguecido por la victoria decidió volver al baño a inhalar un poco más de polvo. El mismo procedimiento automático, la misma sensación de furia, respiración profunda ante el espejo y las manos simulando un cuenco lleno de agua directo a la cara. Ahí estaba, frente a frente con una imagen no reconocida. Recorrió con su mirada su propia identidad y pensó que así debían verse los ganadores. Salió del casino sin ser notado, últimamente pasaba desapercibido y en repetidas ocasiones ni le cobraban el pasaje del autobús, hasta se llegó a jactar de ser una suerte de camuflaje perfecto para el hampa caraqueña acostumbrada a joder a todo el mundo. Ya en la calle hacía señas a los taxis, pero estos no se detenían. Misión imposible la de tomar transporte. Caminó unas cuantas cuadras hasta llegar a su casa. Lo de siempre, la impercepción de los transeúntes y la querella con la existencia. Quiso tomar el teléfono y contar a algún amigo la suerte del día, pese a su acostumbrado egoísmo Antonio sintió unas ganas incontenibles de compartir el botín, así en medio de tanta indecisión sucumbió ante el cansancio. Hay que comprender, alguien acostumbrado a asumir la derrota como forma de vida le resulta difícil e incomprensible la augusta sensación del triunfo. Una vez recostado en su cama tomó un libro para alcanzar un mínimo de concentración, la pasividad era su sello característico. La calma que proporciona la lectura fue interrumpida de forma abrupta en unas líneas, una sensación de espanto lo llevó a arrancar la página mientras un quedo llanto atragantado le hacía temblar, desesperado mordía los dedos de las manos mientras balanceaba su cuerpo hacía atrás y adelante en un ritmo atávico. De repente se detuvo, miró hacia la mesa de noche, abrió la gaveta e impulsado por una locura repentina salió de la habitación, sirvió un vaso de agua y empezó a tomar una a una las pequeñas pastillas sin reparar en el exceso.

   A las diez de la mañana del día siguiente una comisión del CICPC se trasladó hasta el edificio Guaicaipuro, piso 5, apartamento 53, ubicado en la avenida Baralt. A las nueve y veintisiete minutos, la central policial recibió una llamada de una mujer que decía haber encontrado el cadáver de su inquilino. El comisario Eugenio Galindo escuchaba con atención los comentarios de aquella perturbada señora e hizo señas a dos oficiales para que le tomaran declaración. Entró al cuarto donde yacía Antonio, la típica escena de un suicidio por ingesta de psicotrópicos, fue lo único que imaginó el comisario. Con los brazos cruzados siguió observando, de un lado a otro sus ojos se posaban sobre las pertenencias del occiso. Hurgó en el pantalón que tenía puesto el cadáver y halló una bolsa de cocaína, “presunta cocaína” como acostumbran a decir en el argot policial, luego pasó a la chaqueta donde extrajo un cheque emitido a nombre de un sujeto que respondía al nombre de Antonio José Rodríguez Cuevas, leyó la titularidad del documento: Casino Royal Lucky, y no pudo menos que sonreír y rascarse la cabeza. Al salir de la habitación reparó en una hoja arrugada tirada en el suelo, la abrió y leyó su contenido en voz baja:

La Naparoia
Los pacientes atacados de naparoia sienten la extraña sensación de que nadie los persigue, ni está tratando de hacerles daño. Esta situación se agrava a medida que creen percibir que nadie habla de ellos a sus espaldas, ni tiene intenciones ocultas. El paciente de Naparoia finalmente advierte que nadie se ocupa de él en lo más mínimo, momento en el cual no se vuelve a saber más nunca del paciente, porque ni siquiera puede lograr que su siquiatra le preste atención.
    
   El comisario no podía creerlo, llamó a uno de los oficiales que lo acompañaban, le mostró la droga hallada y la página junto al libro mutilado. El oficial leyó el título del libro en voz alta, “Abrapalabra”, dijo. Repasó la página suelta, mordió su labio inferior mientras cavilaba, y confundido se dirigió a Galindo.
—No entiendo. Un hombre va al casino, gana un millón, llega a su casa y luego se suicida ¿Qué piensa usted comisario?
—La riqueza, Ordóñez, como muchas cosas en la vida, se alimenta de la aprobación de los que te rodean.  

Luego Galindo dio la orden para que el cuerpo fuese trasladado inmediatamente a la morgue de Bello Monte.

Nota: este cuento forma parte de un ejercicio literario que escribí en un taller. No ha sido modificado desde entonces; ni pretendo hacerlo.

¿Cómo fue?


Pocas veces en la vida tenemos la oportunidad de estar ante una experiencia religiosa, sobre todo para una mente libre de aspavientos y supersticiones. Nunca había imaginado formar parte de una sensación sublime hasta que vi en persona a Omara Portuondo. Mientras en Caracas mi familia y amigos se preparaban para brindar por el nacimiento de un niño que no ha parado de nacer una y otra vez, una y otra vez, como si fuese algo realmente original, yo me encontraba en plena calle Galeano de Centro Habana buscando entradas para ingresar al teatro América. El tiempo transcurría en aquella calle oscura y la impaciencia se iba apoderando de mí, aunque una vez que empiezas a entrar en calor con los habaneros te das cuenta que las colas no significan pérdida de tiempo, por el contrario, representan la oportunidad para socializar y ponerse al día con la información nacional, e incluso personal. Un portero anuncia que los boletos han sido agotados y no habrá acceso al teatro porque está copado, decido retirarme con mi amigo rumiando la derrota. De repente aparece de la nada, como una invocación, un funcionario de protocolo del teatro y nos pregunta si queremos entrar al espectáculo. La desconfianza se apodera de este servidor, caraqueño malgeniado y a la espera de cualquier tramoya de los “servidores públicos”, y antes de responder con una negativa mi amigo se anticipa y le dice que sí. Por supuesto, debo admitir que es una gran ventaja viajar con gente curtida en esos asuntos del estímulo y el estipendio, también agradezco tener amigos que no sucumben al fracaso tan fácilmente, antes amagan con ímpetu y optimismo. En fin, una vez estimulado el funcionario, pudimos obtener asientos en primera fila para el evento. Pero, ¿a todas estas quién se iba a presentar? El hijo de Juan Almeida, un tal JG. Pensé que el hombre podría ser famoso en el patio trasero de la casa de su abuela pero, para mayor desconcierto, el público estaba enloquecido con el artista. Hijo de un general de la revolución, JG es un personaje que recuerda a los cantantes puertorriqueños de reaggeton o reguetón, usted decida con cual se queda, de todas formas la RAE no se ha pronunciado aún. Entonces, hagamos el esfuerzo por imaginar a un sujeto que parece cantante de reaggeton o reguetón, no fijo posición al respecto ni tampoco repito explicación, pero que canta salsa y no es puertorriqueño sino cubano. Añado la presencia de varios artistas isleños, profunda admiración y apoyo que los cubanos sienten por su música. Hasta ahí todo iba bien, me encontraba en un edificio de viejo cuño y de tradición caribeña, referencia de la cultura latinoamericana, oyendo a artistas desconocidos hasta que de pronto, y sin avisar….
Aparece ella. Omara Portuondo desciende por el palco central entonando a capela una canción. Identifico su suave y sensual voz, la he oído un montón de veces desde mi dispositivo musical y no podría pasar desapercibida. Ella sigue bajando, rumbo al escenario, vestida de blanco, majestuosa. Omara se apoya de mi brazo para continuar su trayecto. Ese toque fue suficiente para sentir el hechizo de una isla que aún no logro sacar de mi cabeza. Una isla que recuerdo con una mezcla de nostalgia y felicidad. La dicha que sentí en las dos semanas que estuve en suelo cubano es equivalente a los minutos de inspiración que transcurren mientras redacto estas letras, con un fondo musical de la gran Omara Portuondo. ¿Cómo fue? Pues no sé decirte cómo fue, pero de Cuba me enamoré.

martes, 15 de mayo de 2012

Monologando con Žižek


Hace poco pude ver el extraordinario filme Into the Wild (2007), dirigido por Sean Penn. Se trata de una historia basada en hechos reales, la vida de un joven llamado Christopher McCandless, interpretado por el actor estadounidense Emile Hirsch. Procedente de un hogar disfuncional de clase media alta el protagonista se ve cuestionado por los valores de la sociedad donde vive, por ello decide abandonar su entorno y adentrarse en la búsqueda de un mundo alterno, uno donde no exista el contacto con la humanidad; la naturaleza. Podríamos asociar su actitud con rasgos de misantropía pero las reacciones de Christopher no responden a un desprecio por su especie sino a una sensación de agobio y desagrado por la vida que le ha tocado en suerte, una vida donde no existe la posibilidad de ser libre porque las aspiraciones se ven limitadas a una serie de demandas involuntarias (familia, profesión, trabajo, etc.). La ausencia de voluntad e intervención en un mundo cada vez más impersonal, tecnológico, consumista y automatizado arrastran al protagonista a una aventura que tiene como objetivo habitar en las profundidades de Alaska, lugar donde haya la muerte.

            Identifico otro filme que podría dialogar con el anterior, se trata de 127 Hours (2010), dirigido por Danny Boyle. La trama está inspirada en la traumática experiencia de Aron Ralston, interpretado por el actor James Franco, un aficionado a explorar los cañones del estado de Utah que sufre un accidente con una roca que aplasta su brazo derecho sin poder solicitar ayuda. El protagonista sólo cuenta con algunas provisiones, una videocámara y una navaja multiusos. En medio de la agonía Aron empieza a lamentar las decisiones que tomó en su vida y terminaron por alejarlo de la familia y entorno más cercano. La mezcla de recuerdos y delirios producidos por el estado de inanición y dolor lo instan a amputarse el brazo como medida extrema de supervivencia. Aron logra salvarse al topar con una familia que le brinda la asistencia y pone en contacto con personal de rescate. La escena final es realmente reveladora: un fondo musical anuncia a un sujeto que logra salir victorioso después de haber librado una batalla por la vida, para luego terminar casado y con hijos. 

            Ambos filmes conforman una ruda crítica al sistema social estadounidense, eso es lo que podríamos observar en una primera impresión. Sin embargo, es curioso el tratamiento que dan a la relación entre el hombre y la naturaleza. La relación/oposición entre la humanidad y la naturaleza es un viejo tema que ha llenado páginas enteras de la filosofía, entre otras ramas del pensamiento que no vienen al caso en esta breve disertación. Me sorprende la visión de una naturaleza amenazante y cruel con el hombre que identifico en los casos referidos. Una acción suicida en el primer caso, un escarmiento en el segundo. Intuyo cierta perversión en la representación de la muerte del joven McCandless y un goce en el padecimiento de Ralston. En mi mente imagino las escenas de un Christopher que decide morir Vs. un Aron que se aferra a la vida, con todas las consecuencias que esa decisión puede acarrear. Imagino, también, a un Christopher desedipizado y a un Aron reedipizado. En todo caso, me parece que ambas historias responden a una fantasía de los directores, no a lo que yo he decidido ver. 

            Defiendo el derecho a la entrada y salida del Leviathan, a la licencia que autoriza el libre tránsito por el centro y la periferia. Ni más ni menos, inserto mi propio deseo en cada una de las películas con las que me identifico. Digo mi deseo porque se me antoja estar ahí dentro, no asumir la pasividad del espectador. Es a mí al que quiero ver en esas historias. Descarto los efectos aleccionadores que se proyectan en el cine, el arte posee suficiente autonomía como para fundar el caos, el tuyo y el mio, sin que se pueda controlar el sentido. Sugiero una aproximación al cine desde el capricho de la subjetividad, desde la mirada atomizada, no capturada ni domesticada. Dejemos que sea nuestro propio deseo el que se inscriba en cada una de las producciones culturales que consumimos y adquirimos. Lo esquizo no debería ser propiedad exclusiva del capitalismo. En fin, reivindico un arte donde sea el protagonista y estimule la capacidad infinita de la imaginación, un arte que interpele a cada instante la ficción que hay detrás de la realidad.
             

miércoles, 9 de mayo de 2012

Si Monsiváis hubiera visto Último Cuerpo


            “…En el caos se inicia el perfeccionamiento del orden.”
Carlos Monsiváis

La procesión de los que a diario padecemos la ciudad de Caracas nos hace acreedores de una serie de recursos que permiten ficcionalizarla. Una capital convulsionada e insegura, donde lo público se mezcla con lo privado y viceversa, una realidad que poco a poco (des)figura el rostro de nuestros compañeros de viaje anónimos. Caras vemos corazones no sabemos, reza el dicho popular. Y es que una ciudad en medio del caos del tráfico y frenético alborozo, por decirlo de una manera edulcorada, dispersa las sensibilidades disminuyendo las posibilidades de socialización efectivas. Por todo lo anterior, acudo al cine. Il cinema se ha constituido por antonomasia en el medio por el cual padezco la urbanidad caraqueña que me ha tocado vivir. 

            El año pasado fui a ver el film Último cuerpo, dirigido por Carlos Daniel Malavé. Sin entrar en una crítica que aborde precisiones cinematográficas, podría decir que se nota la madurez de este director que ha incursionado anteriormente con otro par de entregas: Por un polvo y Las caras del diablo. Sin embargo, en esta nueva película identifico elementos que buscan limar asperezas con el imaginario delictivo acostumbrado en el cine de producción nacional. De manera satisfactoria, Malavé rompe con la tradición del cine venezolano que intentaba reflejar, a través del estereotipo del criminal, las problemáticas que laceraban a los sectores más oprimidos y depauperados de la realidad económica, así como otras desigualdades producidas por la deficiencia de un modelo de desarrollo frustrado. Era otra Venezuela, dirán algunos. Otros extrañarán al delincuente vejado por el sistema judicial, cuyos derechos han sido ultrajados por el maltrato escandaloso de los organismos de seguridad del Estado. 

            Ni lo uno ni lo otro, Malavé sólo desea hacer cine. Reivindica la violencia pero en lo que tiene de artístico, quiero decir, estético. No pretendo oponer la producción cinematográfica anterior sobre la realidad criminal venezolana con este film, los trabajos de Román Chalbaud, Carlos Azpúrua y Jorge Novoa, entre otros, tienen especificidad distinta e igual de loables. Sin embargo, noto en Malavé una satisfacción por narrar el crimen, la sordidez del homicidio y sus implicaciones con las redes del poder político más como un esteta que como un censor. 

            Si Carlos Monsiváis hubiera visto Último Cuerpo le hubiera encantado el rescate de la crónica roja y su inserción en la gran pantalla. Ciertamente, el crimen es una realidad cotidiana en las principales ciudades del país: los cierres de las calles, la construcciones de cercados eléctricos, el éxito de las aseguradoras, la conformación de empresas que brindan servicios de seguridad a edificios de apartamentos, oficinas, urbanizaciones y demás conjuntos residenciales, son prueba fehaciente de un recogimiento en cotos privados a fin de tener acceso a lugares seguros, lejos del riesgo que produce un hampa cada vez más amenazante. Lejos está la Caracas de mi abuelo, quien vivió en La Pastora por muchos años y me enseñó desde niño a apreciar las esquinas del centro y los nombres de las avenidas, todo ello quedó atrás, en algún lugar recóndito de la memoria individual y colectiva. Si Monsiváis hubiera visto Último Cuerpo seguramente diría que el cine venezolano está madurando, utiliza el color local, así sea del crimen, para configurar un espacio simbólico donde podemos imaginar(nos) como pueblo. Si Monsiváis hubiera visto Último Cuerpo también diría que el cine, junto a los demás medios de comunicación masivos, es un hilván que luego los espectadores van uniendo y, retazo a retazo, elaboran un vestido que sirve para cubrir la desnudez que padecemos, las vestimentas que la política hasta ahora no ha podido confeccionar. Si Monsiváis hubiera visto Último Cuerpo escribiría algo mejor que esto, pero él no la vio y yo sí.

            No conozco la región zuliana, tampoco leí las crónicas de Heberto Camargo. Jamás he sido devoto de La Chinita, ni de ninguna advocación mariana. Nunca vi salir dos palomitas volando de Maracaibo, y detesto la gaita. Lo único que sé de los maracuchos es que poseen un acento característico, un clima muy húmedo, un exgobernador-exalcalde-excandidato presidencial que afirma estar exiliado en Lima, no en Perú, comen plátano en sustitución del pan de trigo y, entre otras cosas, nos dieron a Lila Morillo como embajadora de su cultura… Mentira, también conozco a Maracaibo a través de la mirada de Carlos Malavé y el film Último Cuerpo. Salud, y sigamos apoyando el cine de calidad hecho en casa.
           

Porque yo soy como Amélie




Soy un aficionado al cine, la gente que me conoce lo sabe. Ni siquiera podría decir que llego a la categoría de cinéfilo, no aspiro a ese nombramiento de honor. También debo confesar que padezco de una enfermedad terrible comúnmente conocida como cinesífilis (triunfo de Andrés Caicedo), no existe inyección intramuscular de penicilina que me pueda curar. La pulsión escópica que me obsesiona podría ser calificada como uno de los tantos rasgos que define mi neurosis. Soy un amante voyeur de la fotografía en movimiento y a menudo fantaseo con ser la cuarta pared. Algo erótico tiene ese espacio oscuro, algo íntimo que descifrar en el sonido y el tamaño de la pantalla, algo personal debe haber en la asistencia recurrente a las salas comerciales de proyección. Estoy tan jodido de la cabeza que considero al cine como un protocolo de percepción de la realidad, parte de mi cotidianidad está filtrada por el imaginario de tantas películas que he visto – cuando era niño uno de mis juegos favoritos era recrear escenas de acción en el baño –, el daño es irreversible y los efectos colaterales ya se han hecho sentir en mis relaciones personales.

Soy las películas que he visto, ellas me narran. Prácticamente no encuentro otra manera de asociar mis recuerdos si no es a través del cine. Sin ir muy lejos, al hacer un análisis retrospectivo de mi infancia los únicos referentes que acuden a mi débil memoria son las imágenes de Star Wars, las batallas entre la orden Jedi y los Sith, la primera como garantía efectiva del sacerdocio por la paz y el autocontrol (Anger Management), y la segunda en calidad sombría haciendo esfuerzos imperialistas sobre la galaxia a fin de obtener el control. Mitos griegos fusionados con tradiciones budistas y sistemas políticos romanos. En un instante era un Jedi, tomaba mi espada – tubos de bombillos fluorescentes puestos en la basura – y combatía a los enemigos de la república. No obstante mi simpatía por el lado “bueno” de la fuerza, un sentimiento de compasión y ligera complicidad me inclinaba a tomar partido por Dark Vader. Después de grande comprendí que aquella saga de George Lucas era un lugar que recreaba los conflictos humanos, con sus matices, luces y sombras, porque todos hemos sido arrastrados por el lado oscuro de la fuerza y vuelto a nacer en la redención eterna del Universo; más tarde que temprano entendí que el cine es el teatro de la era contemporánea, la catarsis colectiva.

Las historias que aprendí fueron proporcionadas por la industria cinematográfica. La idea que tengo de la Revolución Francesa fue la adaptación que hiciera Bille August de la novela homónima Los Miserables (1998), Jean Valjean no existió y su nombre real es Liam Neeson. Denzel Washington participó en la Guerra Civil Norteamericana, el pobre sufrió mucho las crueldades de la esclavitud sureña, y si no me creen vean Glory (1989). La Guerra de Vietnam parece un cuento de terror escrito a cuatro manos por Edgar Allan Poe y Joseph Conrad, en esa intervención la mentalidad protestante de los gringos seguro pensó que era el fin del mundo, pueden constatar lo que digo si ven Apocalipsis Now (1979), el mismísimo Marlon Brando estuvo allí y se volvió loco ¿Se dan cuenta que la historia sería menos visible sin la intervención del cine? Ahora no vengan con cuentos los profesionales de las ciencias sociales ni de la historia a analizar mi visión del mundo, dizque porque está mediatizada, dizque eso no fue lo que pasó, dizque son dramatismos de la cultura de masas, dizque ese tipo de pelucas no fueron usadas por los Borbones antes de ser guillotinados en plaza pública por juicio divino y popular – vox populi, vox deus –, pa´que sean serios y no se gasten la plata del presupuesto nacional en bacanales, he dicho. La interpretación del mundo es mediática, eso no está en discusión, y la verdad de la historia no existe, ¿o es que pretenden hallar la cuadratura del círculo? Buscar la verdad es como ir tras El Dorado, lo sé porque Werner Herzog me lo contó en Aguirre, la cólera de Dios (1972), ese alucinado tenía problemas de ego, aparte de sufrir de coprolalia – si no sabe el significado de la palabra, entonces acuda al diccionario, al “mataburro”, como le dice mi abuelo –, ¿o era Klaus Kinski?, ya ni sé.

En fin, soy como Amélie porque imagino la vida como una gran ironía cinematográfica, porque soy un antihéroe que reparte justicia absurda por la ciudad de Caracas enseñando a la gente hasta cómo debe usar el metro, porque mandé un mail que viaja por el mundo como el gnomo que tiene mi papá en el jardín, porque hasta banda sonora tiene mi vida y no me despego de los audífonos nunca, porque me emociona estar haciendo algo que me mantiene callado por dos horas.


Mensaje...con destino




Cuando me aborda la duda se aproximan las ilusiones perdidas. En ese instante las sombras del extravío y el resabio de amores no correspondidos hacen estragos, incitan a la desdicha. Luego apareces y motivas un despertar distinto, una realidad que se aproxima a un dejar de percibir mi realidad, una dulce sospecha. Por eso, los prefijos “re” evocan en mi mente la hermosura de tu rostro, al que re-significo con una sonrisa abierta y unos ojos que destellan ansiedad por el mundo, unos ojos por donde quisiera adentrarme y sentir el cálido frío de un cuerpo que no es ausente, pero padece de intermitencias.

Ya Silvio no le canta a Santiago


La música tiene la ventaja de ser un arte efímero pero perdurable, activa todos nuestros sentidos y permite reconocer en una letra o melodía algún recuerdo presumiblemente perdido. La música también tiene de oblicuidad, de sentimientos encontrados y antiguas pasiones, de inteligencias y saberes múltiples pero, sobre todo, de identidades generacionales e ideológicas, sensaciones iterativas que interpelan el hoy, rememoran el ayer y ensombrecen el porvenir. 

            ¿Será verdad que todo tiempo pasado fue mejor? Desde el punto de vista generacional todos defienden una parcela. Digo que las generaciones son distintas, pero las incertidumbres son repartidas por igual. En mi época de estudiante en la Universidad Central de Venezuela (UCV) tuve la oportunidad de incorporar un sinfín de elementos que hoy conforman mi visión del mundo. En ese breve espacio y pequeña geografía hice amigos que aún conservo. Amigos que las experiencias, las proyecciones y los gustos en común fueron construyendo una suerte de columna que el afecto rellenó hasta edificar lo que no comprendía en ese entonces pero hoy sé que se llama hermandad. 

Así como decimos que hay personas que llegan para quedarse también ocurre lo mismo con la música. En un viaje reciente decidí incorporar a mi dispositivo musical un disco que, particularmente, aprecio mucho, se trata de Días y Flores (1975) de Silvio Rodríguez. Jamás pensé que a uno de mis compañeros de viaje las melodías de aquel trovador lo hicieran recordar tanto. Me dijo que aquella música le parecía una ensoñación, una época donde la gente creía, luchaba y defendía con encono ideales políticos, cuasi-religiosos, con ingenuidad; era una época donde todo parecía posible. Por un instante pude comprender que yo también tengo cantantes que, de vez en cuando, insuflan el espíritu y siempre recurro a ellos para subir a cuestas inexpugnables de inspiración. 

Ahora bien, la pereza de la contemporaneidad impide que las nuevas generaciones apenas vislumbren el significado de aquellas líricas de combate, denuncia y búsqueda insaciable de justicia e igualdad. Distintas épocas, ergo, distintas formas de odiar. Llegué a Silvio en algún momento que ya no recuerdo con precisión, supongo que un referente obligatorio de la Facultad de Humanidades y Educación. Había oído la canción del Unicornio, y pensaba: “¿Cuándo va a aparecer el jodido unicornio? ¡Coño, qué angustia!” Sin embargo, no fue sino hasta la adquisición del disco mencionado que pude apreciar a Silvio, poco a poco aquella melodía me iba envolviendo e invitaba a estar triste, a mí que no entiendo de esas cosas. Había adquirido un disco para siempre, un disco “clásico” que había perdido su aura, pienso ahora en mis reflexiones benjaminianas. 

En este sentido considero que muchos de mis coetáneos, adeptos a la justicia y enfebrecidos por imponer emancipaciones, recurren a Silvio para imaginar el triunfo de la izquierda latinoamericana, para otorgar sentido o algún vestigio de luchas más reales y menos mediáticas. Están ansiosos de saber a qué olían las protestas estudiantiles de los sesenta y setenta, qué sentían los hombres que empuñaban fusiles en las selvas, sufrían exilios, persecuciones, torturas y hasta encontraban la muerte por la defensa de sus ideales. A mí también me gusta pensar en esa izquierda, me emociona invocar los furores retenidos en el tiempo y, como estudioso de la historia, fantaseo e indigno por una masacre de Tlatelolco, Playa Girón, el golpe a Allende o los desaparecidos en Argentina. El punto es que todo eso forma parte de una narrativa despojada de su fuerza política y los que enuncian aquellos acontecimientos lo hacen desde la devoción, desde la puerilidad de aquel que consume y paga con una moneda desgastada. Nunca América Latina ha necesitado de la teoría y el análisis crítico tanto como ahora. Los cultos, intuiciones y demás elevaciones místicas no aportan soluciones, tenemos un santoral de héroes que no hacen milagros. La nostalgia también es una de las tantas ficciones latinoamericanas. 

Sigo escuchando el disco de Silvio, estoy seguro que no llegaré a comprender el sentido de la mayoría de las piezas que lo componen, aun así no dejo de apreciar la belleza de sus letras y la melodía que me envuelven. Sigo escuchando a Silvio a pesar de su apoyo a Fidel Castro y la desidia en que devino la Revolución. Sigo escuchando a Silvio aunque no lo adore ni exalte pero tomo en cuenta como parte de mi formación intelectual y estética. Sigo escuchando a Silvio aunque ya no le cante a Santiago.