martes, 26 de junio de 2012

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Cuando abrí este blog lo hice con la intención de conformar un espacio en el cual pudiera, de vez en cuando, soltar prenda a la palabra escrita, esa que tantos dolores de cabeza me produce y, como a una amante caprichosa, no suelto. A esta criatura llamada lenguaje le debo mi estructura del sentir y no descansaré hasta verla convertida en obra, en pieza fundamental de la personalidad y muestra de fantástica cordura-locura subjetiva, todo en tránsito terrestre hacia parajes de autoexilios de naturaleza variopinta. Me refiero a un tránsito contingente entre la palabra y la acción, a una conjugacion acertada que bien podría haber ocurrido, o no. A este gesto escriturario le imprimo un tono serio y la promesa de no abandonarlo. Tampoco podría olvidar al niño que dibujaba mapas y siempre mantuvo a Islandia como una ensoñación, una suerte de mundo que no queda tan lejos, aquello que algún día leí y me encantó, una frase que rezaba: utopía realizable; mala leche para el autor porque lo olvidé. Estos viajes de la escritura no descansarán hasta haber alcanzado las tierras de Olaf, el hijo de alguna Marujita de Reykjavík, así sea para darme el gusto de visitar el paraje que deseaba Montejo y nunca pudo conocer. Ahora bien, en esta oportunidad transcribo el poema que ha inspirado todo este proyecto:

Islandia

Islandia y lo lejos que nos queda,
con sus brumas heladas y sus fiordos
donde se hablan dialectos de hielo.

Islandia tan próxima del polo,
purificada por las noches
en que amamantan las ballenas.
Antigua fotografía de fondo en el blog. Testimonio elocuente del deseo.

Islandia dibujada en mi cuaderno,
la ilusión y la pena (o viceversa).

¿Habrá algo más fatal que este deseo
de irme a Islandia y recitar sus sagas,
de recorrer sus nieblas?

Es este sol de mi país 
que tanto quema
el que me hace soñar con sus inviernos.
Esta contradicción ecuatorial
de buscar una nieve
que preserve en el fondo su calor,
que no borre las hojas de los cedros.

Nunca iré a Islandia. Está muy lejos.
A muchos grados bajo cero.
Voy a plegar el mapa para acercarla.
Voy a cubrir sus fiordos con bosques de palmeras. 

Lo más curioso es aquello que me interpela, lo que busco siempre tiene que ver con ese mariposeo en la barriga que no he podido saciar, a ese objeto extraviado le he pillado una pista orientada al reino de las ballenas, a la casa de Björk, al sintetizador de Ólafur Arnalds y, lo más importante, a estas ganas cojonudas de estar en constante movimiento por miedo al aburguesamiento de los sentidos.

viernes, 22 de junio de 2012

Posar la mirada, modelar el deseo


Escena de Un perro andaluz (1929), cortometraje de Luis Buñuel.
Hay algo interesante en la manera cómo percibimos las cosas, la mayoría de las veces no reparamos en el conjunto de valores que conforman los gustos estéticos. La dinámica del mundo contemporáneo invita al consumo de lo visual, en su mayoría imposiciones y arbitrios sustentados por el mercado global con su permanente producción de deseo. La publicidad ya forma parte del día a día, sumado a las tecnologías de información y comunicación (TIC), ambas han evolucionado considerablemente y han logrado refinar los mecanismos por medio de los cuales dirigen sus mensajes. Ahora bien, pensar que la comunicación y su relación con la economía capitalista interviene al sujeto y le condiciona a una suerte de percepción del mundo estandarizada, edulcorada y, a veces, alienante, es sólo reparar en un aspecto del fenómeno. A mi juicio lo importante no es asumir una posición defensiva ante la agresión de una economía que promueve la exclusión y la desigualdad y que, además, pretende monopolizar la práctica de la democracia. No. Lo que hay que entender es el papel que juega el deseo en toda la producción capitalista de Occidente, y en particular de este “extremo Occidente”, como gustaba decir José Martí cuando se refería al continente americano. 

El deseo es precisamente aquello incapaz de ser saciado. La característica fundamental del deseo es la insatisfacción permanente por parte del sujeto que aspira suplir una carencia (nunca identificada) con la adquisición de algún objeto. No hay nada natural en el deseo. El deseo responde a sensaciones estimuladas por el entorno, a un modelaje del tiempo y espacio en el que el sujeto circunscribe sus acciones. Es decir, el deseo no es autónomo. Si el deseo está socialmente orientado y responde a una carencia, a una falta, no queda otra sino identificar el orden simbólico al que pertenece. Si el orden simbólico no actúa sobre el sujeto entonces su lugar es tomado por la pulsión. Ser dominado por la pulsión implica, entre otras cosas, entrar en el terreno del goce. A todas estas no sé qué diablos estoy haciendo al narrar lo del deseo. Además, ¿por qué estoy escribiendo en términos lacanianos? ¡Ah sí, ya recuerdo! Todo empezó por el tema del mercado y sus implicaciones en la conformación de los valores estéticos del sujeto Occidental. Es sencillo, me interesa identificar la intención ideológica de una imagen. 

Al identificar los elementos ideológicos que componen una imagen actúo como sujeto (auto) consciente. Ahí ya tengo una batalla ganada con la embestida publicitaria que me ahoga y agrede permanentemente. Esta afirmación no está relacionada con aquello que insisten en llamar “izquierdismo trasnochado”, tan de moda en el léxico de los que ven con ojeriza el disenso y la crítica. No tengo el control total de las imágenes que observo y aparecen ante mí de forma azarosa, pero sí poseo la capacidad de observar, de posar la mirada en lo que me interpela, lo que me mueve a cuestionar y repensar mi estructura de sentido y raciocinio, incluso de regodearme con lo que me afirma; un poco de narcisismo no cae mal en un momento donde ser diferente atenta contra el sentido común, el menos común de los sentidos (y me perdonan el cliché). Se trata, entonces, de ejercer la crítica con el objetivo de transformar el entorno, de devolver al hombre la constitución de animal político, de despojarse de la moral pacata (Dios y Patria) no con el objetivo de figurar un gesto existencialista, o una suerte de rebeldía sin causa, sino de experimentar el placer de la comprensión. La comprensión responde a mi propia fantasía de escapar del orden del discurso, de lo hegemónico. Esa fantasía es equivalente a un niño que come su propia mierda, es decir, si sé que como sujeto soy un comemierda, entonces decido qué clase de mierda comer. En última instancia, la crítica de la representación es mucho más verdadera que la representación en sí. Y lo es en tanto está personalizada y no encubierta con la falsedad de lo objetivo o, peor aún, de las “buenas intenciones”. El objetivo es no sucumbir a las imposiciones sino orientar el deseo hacia las insatisfacciones fantasiosamente escogidas, seleccionadas y discriminadas, es decir, modelar el deseo.

jueves, 7 de junio de 2012

Historia de un hombre pendejo


Había una vez un hombre que en medio de la derrota, el sufrimiento y la ruina mencionó:
“Desnudo salí del seno de mi madre, desnudo allá volveré. Yavé me lo dio, Yavé me lo ha quitado, ¡que su nombre sea bendito!” (Job 1, 21)
Una vez que perdió a su familia y patrimonio el hombre cayó enfermo y su cuerpo sufrió el dolor físico que antecede a la muerte, pero sin alcanzarla aún. Su mujer le reclamó su estado de pasividad y lo impeló a morir. Este en respuesta a la solicitud de su cónyuge dijo:
“Hablas como una tonta cualquiera. Si aceptamos de Dios lo bueno, ¿por qué no aceptaremos también lo malo?” (Job 2, 8-10)
A todas estas el hombre ignoraba la negociación secreta entre el tal Yavé y su aliado Satán, todo con el objetivo de probar la fe del protagonista de la historia. Los autores intelectuales del crimen nunca confesaron su proceder ante la víctima, de esta manera el hombre murió abrazando la convicción del temor a Dios como garantía de salvación y vida eterna.