Había
una vez un hombre que en medio de la derrota, el sufrimiento y la ruina
mencionó:
“Desnudo
salí del seno de mi madre, desnudo allá volveré. Yavé me lo dio, Yavé me lo ha
quitado, ¡que su nombre sea bendito!” (Job 1, 21)
Una
vez que perdió a su familia y patrimonio el hombre cayó enfermo y su cuerpo
sufrió el dolor físico que antecede a la muerte, pero sin alcanzarla aún. Su
mujer le reclamó su estado de pasividad y lo impeló a morir. Este en respuesta
a la solicitud de su cónyuge dijo:
“Hablas
como una tonta cualquiera. Si aceptamos de Dios lo bueno, ¿por qué no
aceptaremos también lo malo?” (Job 2, 8-10)
A
todas estas el hombre ignoraba la negociación secreta entre el tal Yavé y su
aliado Satán, todo con el objetivo de probar la fe del protagonista de la
historia. Los autores intelectuales del crimen nunca confesaron su proceder
ante la víctima, de esta manera el hombre murió abrazando la convicción del
temor a Dios como garantía de salvación y vida eterna.
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