lunes, 2 de diciembre de 2013

¿Una mala transacción?


     Cuando tenía 14 años tuve la idea de vender mi guante de béisbol y con el dinero adquirido me fui a comprar unas cintas magnetofónicas al Centro Comercial Paseo Mirandino, ubicado en Los Teques. Me gustaba pasear por la ciudad y ver vitrinas, pero lo que más disfrutaba era cuando entraba a un establecimiento de pequeñas tiendas de economía informal e iba al puesto de ventas de casetes, todos copiados y con un repertorio musical que hasta ese entonces me parecía universal: Queen, Megadeth, Nirvana, Metallica, Rolling Stones, Abba, The Beeges, Iron Maiden, Sting, The Police, Phil Collins, Van Halen, AC/DC, The Beatles, Guns & Roses, Pearl Jam, Zapato 3, Desorden Público, Sentimiento Muerto, Génesis, Elton John, Scorpions, etcétera. Aún no tenía un género por el cual pudiera decir que sentía una identificación, salvo por los grupos Nirvana, Pearl Jam y, de forma incipiente, Green Day, todos de la movida Grunge tan significativa para quienes éramos adolescentes en los noventa. Desde ese entonces he pensado firmemente en el potencial de promoción cultural que encierra la piratería, sin la copia ilegal nunca hubiera tenido acceso a todo el repertorio musical y cinematográfico que he oído y visto. 

      La música me atrapó, me sedujo con su poder melódico y fuerza inspiradora. Aunque no soy músico y jamás pude aprender a tocar un instrumento considero que mi apreciación musical no es nada deleznable; hasta hice el curso de Apreciación Musical del maestro Calcaño, una edición en disco de acetato que fue distribuida en ocasión especial por el Cuatricentenario de la ciudad de Caracas. Desde que era un niño he sentido una inclinación hacia lo sublime que se encuentra a ráfagas en una nota. Sé que la música es el arte más efímero, pero no por ello el menos importante. De hecho la música es el gran arte. Lo anterior es una de esas afirmaciones que acostumbro a declamar en público y me hacen ver como un sujeto autoritario, casi despótico: "¡Pienso que en la música no hay medias tintas.Y punto!". 

      Cuando empecé a ver películas, mi otra pasión artística, lo hice atraído por la música. Aún recuerdo las bandas sonoras de los Cazafantasmas, Volver al Futuro, Los Gremlins, Una historia sin fin, La Guerra de las Galaxias, Indiana Jones, por decir sólo algunos títulos. Todas las escenas que recuerdo de esos filmes de mi niñez están acompañadas de una canción o melodía que mi memoria logra referenciarlas en el acto. A los 12 o 13 tuve mi primer contacto con la música académica, esa que mal llaman “clásica”. Vivaldi fue el compositor con el cual inicié la aventura de las grandes composiciones, quizás de ahí mi inclinación por El Barroco
 
      En fin, con el dinero de la venta del guante pude adquirir una pequeña compra de casetes de música clásica, entre los compositores estaban Schubert, Mozart, Verdi, Haydn, Schumann, Haendel y Chopin. Barroco, Clasicismo y Romanticismo estuvieron acompañándome durante mis turbulentos años de adolescencia, durante mis desamores y desencuentros con la realidad de ser un sujeto aislado y distinto al resto de mis compañeros de curso, a mis vecinos e incluso mi propia familia. El arte me enseñó a nunca estar solo. La aproximación a la lectura ocurrió poco tiempo después, en un gesto de bautismo trinitario (música, cine y literatura) que ha signado mi vida desde entonces. 


      La música ha sido mi mentora en ese largo trayecto de educar a un hombre y formarlo en la sensibilidad, la sensatez y el sentimiento. No ha sido fácil el camino que he recorrido a través de ella, no todo el tiempo he tenido buen gusto y en ocasiones hasta me sorprendo cuando tarareo alguna nota que no va acorde con mi propia historia musical (no mencionaré géneros o artistas, así no me pillan desprevenido). A estas alturas me pregunto si fue un buen negocio haber vendido ese guante de béisbol. 

lunes, 11 de noviembre de 2013

Una casa/lo siniestro



Cuando vi por primera vez Rabbits   (2002), dirigido por David Lynch, no pude dejar de pensar en la idea extraordinaria que orienta cada uno de los 9 capítulos que integran esta miniserie: lo siniestro. A mi juicio, más allá de los enlatados que aparecen en las escenas familiares a modo de sketches, o las situaciones absurdas que describe, es la imagen de lo extraño cuando se instala en una casa lo que permite comprender el entramado del relato. Cuando en un hogar existe un elemento oscuro, ajeno a la cotidianidad de los miembros familiares, y el ambiente se torna enrarecido y discordante, entonces decimos que hay una situación anómala, tensa. 

Lo anterior me ayuda a pensar el contenido narrado en Rabbits. Lo siniestro no tiene que ver con la presencia, real o fantasiosa, de fenómenos paranormales. En efecto, lo siniestro responde a una condición psíquica que se alimenta de registros obtenidos en el exterior pero al ser procesados por nuestra mente pasan a ser sujetos de sospecha, incluso temor. 


Lo que estoy diciendo es una interpretación muy grosera de Lo Siniestro (1919) de Sigmund Freud, de todas formas no intento desarrollar un estudio objetivo, conforme a las reglas del método psicoanalítico. Es preciso aclarar que busco apropiarme deliberadamente de dicho concepto freudiano para articularlo con lo que he identificado en la pequeña producción de Lynch. 

Una familia compuesta por tres conejos humanoides es el elenco que trabaja en el filme, todos los capítulos están grabados en un set con una cámara fija que usa luz artificial. Aunado a la descripción anterior el sonido está acompañado de una música compuesta por Angelo Badalamenti. Cada uno de los tres miembros familiares posee un rol dentro del hogar, Jack (Scott Coffey) es el padre trabajador, Jane (Laura Harring, y luego sustituida por Rebekah del Rio) es la madre ama de casa y Suzie (Naomi Watts) es una adolescente. Los diálogos son inconexos y esquizofrénicos, seguido de risas pregrabadas como si fuese un programa cómico hecho en vivo. Un aspecto importante de la musicalización es la tensión que genera en el espectador las notas, también acompañadas de varios ruidos, la lluvia y, a veces, una voz demoníaca. 

La historia narra la aparente tranquilidad de un hogar de clase media cuyas acciones transcurren con el tedio que acompaña la cotidianidad que ahí se vive. Sin embargo, lo que realmente estructura las relaciones es una presencia macabra que convierte los diálogos en oraciones absurdas, interrogantes que no son contestadas y afirmaciones de tipo existencial. El espectador espera que algo realmente ocurra y proporcione un giro significativo en la narración, por lo menos esa era mi expectativa. Aun así, uno tiene la sensación de estar presenciando el declive de la familia tradicional norteamericana en la medida que transcurre el tiempo; un tiempo sin sentido, vacío. Lo siniestro opera constantemente a lo largo de la filmación, mientras la familia de conejos humanoides es incapaz de determinar aquello que en realidad hace de sus vidas una experiencia disfuncional. 

Aquellos que seguimos la filmografía de David Lynch notamos que este a veces nos sorprende con cortos, videos musicales y largometrajes que invitan a formar parte de un universo caótico y escalofriante muy particular. Lo importante de su cine es la capacidad de generar tensión en el espectador sin que nada realmente esté ocurriendo. En este sentido, Lynch es una suerte de prestidigitador del miedo. Juega con el temor, lo representa, lo escudriña, lo indaga, lo vuelve seductor, sin necesidad de hacer de su contenido un espectáculo de horror. Ciertamente, la estética de este director no apunta hacia un registro efectista, de hecho muchos de sus artilugios están elaborados de una manera un tanto precaria, sino la de producir una experiencia sensitiva única. No lo sé, ningún director me logra interpelar tanto como David Lynch, quizás porque escoge aquello con lo que la cultura estadounidense quiere seducirnos: un estilo de vida moderno, organizado, cálido y predecible, sin interrupciones o giros intempestivos. Precisamente, es en esa cotidianidad, en esa felicidad o placidez cosificada y esteriotipada, en donde se encuentra el verdadero horror, lo siniestro que circunscribe la vida de la clase media.

domingo, 26 de mayo de 2013

Ausencia (semblanza en torno a la desaparición de Cesária Évora)

Na nha sonho mieforte
Um tem bo protecao
Um te so bo carinho
E bo sorriso
1


Tu rostro evoca mucha saudade
      Los recuerdos surgen en la mente por alguna lógica inconsciente, quizás un aspecto del presente inmediato active la necesidad de recuperar una sensación placentera ya difusa, perdida en el espesor de tanta información registrada en tres décadas de existencia. Si el presente se alimenta de un deseo imposible de ser saciado, el pasado adquiere estímulo de tecnologías que fungen como apéndice de la memoria, son esos artefactos culturales que contribuyen a editar el pesado fardo mnemotécnico. Uno de esos dispositivos es la música. La música es uno de los elementos que activa mis ansias por la remembranza, por el placer de recuperar los momentos de felicidad ya idos; incluso los episodios más tristes. No se trata de caer en el lugar común que afirma la relación entre la vida y una canción. No. Definitivamente, no me refiero a ese gesto novelero. 
      Hay tanta música en mi mente. Sin embargo, siento una profunda nostalgia por las canciones de Cesária Évora. Nunca serán suficientes las palabras que describan su voz. Llegué a su música por uno de esos azares e inmediatamente supe que debía seguir oyéndola. Ya no recuerdo el año ni el momento en que su música comenzó a formar parte del repertorio de mis sensibilidades. Cuando supe de su fallecimiento, un 17 de diciembre de 2011, pensé en la honda huella que dejan ciertos artistas en la vida. Cuando Cesária Évora murió recordé la tristeza que me generó el suicidio de Kurt Cobain (mi ídolo de adolescencia) y Celia Cruz (recordatorio perenne de mi ser caribeño). Cuando Cesária Évora murió, también murió una dulce compañía. Su ausencia, como todas las ausencias, me pone a elucubrar acerca de la vez que nunca la conocí, a inventar diálogos que nunca acontecieron, entonar las canciones que jamás le oí recitar en un concierto y transitar por las calles de su amada San Vicente en aquel viaje que no hice a Cabo Verde (Petit Pays). La ausencia me lleva a delirar por islas africanas donde el tiempo transcurre en una monotonía incesante, de tranquilas aguas atlánticas desde donde alguna vez mis abuelos decidieron tomar el rumbo incierto de emigrar y venir a “hacer las Américas”. Un país de maravillas, solía decir mi abuelo cuando se refería a Venezuela. De mis abuelos me viene lo de recordar las ínsulas del océano Atlántico, geografías que desconozco pero las siento vívidas (como esa dorsal oceánica llamada Islandia). ¿Qué hay en una isla que es capaz de conformar tanta añoranza? Conozco a muchos isleños que ansían un continente pero cuando están en él piensan con melancolía en su terruño.
      Esa nostalgia, esa melancolía, es lo que percibo en la voz de Cesária cuando la oigo cantar, una y otra vez, en ese portugués postcolonial que tanto ha ayudado ha enriquecerlo, quitándole los sonidos guturales ibéricos tan ásperos para una lengua que en ella se exhibe sensual, cadenciosa e íntima. Una lengua que enuncia la condición isleña con características propias, una lengua caboverdiana (Isolada: aislada). Pero también es una Ausencia, una oportunidad para hacer uso de una frase en español que concentra lo que siento: echar en falta. Cuando uno extraña en realidad lo hace desde la fantasía que genera la nostalgia, una nostalgia fijada por rasgos de la personalidad que están definidos desde los primeros años de infancia y que, en la etapa adulta, simplemente les proporcionamos contenido. En mi caso, una continua inclinación a viajar en el tiempo y rememorar las viejas canciones de pasodobles que gustaba oír mi abuela; sucede que su nieto también posee una nostalgia isleña: ¿será que los sentimientos también se heredan?
       Desde esta condición continental invoco a los ancestros isleños que me constituyen y claman por ser reconocidos (Beijo Roubado). Un último recurso para esta semblanza: no es la interrupción abrupta lo que importa (la pérdida) sino la continuidad en medio del naufragio, el pulso vital que me impela a estar y ser (como uno de esos barcos en los que nunca estuvo Enrique el Navegante). 
 
1Fragmento de la canción Ausencia, escrita por Goran Bregovic e interpretada por Cesária Évora como parte de la banda sonora del film Underground (1995), dirigido por Emir Kusturica. Traducción en inglés: “In my strongest dreams/ I have your protection/ I have your careing/ And your smile”.

lunes, 25 de marzo de 2013

Fluidos, porno y nihilismo

 
La mirada del sujeto que está seguro de la seducción pero no de lo seducido
     Un hombre se encuentra esperando el tren subterráneo en el corredor de una estación; el tren llega y él se sube. Mientras las estaciones van pasando como las cuentas de un rosario el hombre se detiene a observar con detenimiento todas las personas que se encuentran en el vagón hasta reparar en una mujer pelirroja. La mujer lo mira y le sonríe. A partir de ese momento hay un juego de miradas. Hasta acá todo bien. En el plano del romance y las atracciones un intercambio de miradas es lo más convencional, por lo menos eso se ve reflejado en ambos rostros. Sin embargo, hay un gesto distinto: el hombre ya no orienta su mirada directamente hacia los ojos de la bella mujer sino se enfoca en la abertura que, de forma sinuosa, se puede detallar en una falda de cuadros. La mujer se nota desconcertada al notar la lascivia de su furtivo enamorado; ligeramente alterada y acosada decide bajar en la próxima estación. Antes de bajarse la cámara enfoca la mano de la mujer con dos anillos en la mano izquierda, uno de ellos indica una alianza matrimonial. Al instante se le suma otra mano que decide sostenerse a unos centímetros de distancia, la del hombre. El tren se detiene y abre sus puertas, la mujer sale rauda mientras el hombre la sigue; imposible alcanzarla, la pierde de vista y retorna al corredor para tomar otro tren que lo lleve a la estación de destino, otro día de trabajo lo espera.

      La anterior descripción pertenece al filme Shame (2011), dirigido por Steve McQueen, protagonizado por Michael Fassbender (Brandon Sullivan) y Carey Mulligan (Sissy Sullivan). Brandon es un joven apuesto y profesional oriundo de New Jersey que goza de un buen empleo en una empresa con sede en la ciudad de New York, es soltero y suele frecuentar lugares de prostitución, contratar servicios sexuales a domicilio, afiliarse a páginas web con contenido pornográfico y tener encuentros casuales con mujeres jóvenes y atractivas, iguales a él, conocidas en algún bar de ejecutivos. Sissy es su hermana, una mujer de sensualidad despistada y talento artístico que desempeña en calidad de cantante en los bares lujosos de Los Ángeles, posee una personalidad frágil y dependiente. Realizo todas estas descripciones con un fondo musical que pertenece al mismo filme, composición original de Harry Escott, sumado a algunos clásicos del jazz, el pop de los ochenta y, para mi sorpresa, la incorporación de piezas interpretadas por el pianista Glenn Gould, el excéntrico de las Variaciones Golberg. Con todo este cuadro descriptivo, excesivamente estéril para mí, debo empezar a analizar lo que vi de mí ahí y por qué me resulta tan conmovedora esta historia. 
 
      Hay algo en la manera como entendemos las relaciones interpersonales hoy día, algo extraño que nos azuza y no sabemos con certeza qué es. Podría ser un vacío ontológico, una inconformidad existencial, la sensación de quedar perplejos ante la desnudez del cosmos, el hecho más claro que nos aplasta y, al mismo tiempo, atraviesa de forma oblicua: estamos solos. Esa soledad ha sido manejada a lo largo de la historia de la humanidad desde diferentes puntos de vista, no sólo en el plano individual sino colectivo. Desde el recurso de la religión, hasta su más reciente sustituta que es la ciencia, el hombre ha querido dar una respuesta contingente a su propia indefensión. Las ciencias sociales, de una u otra forma, cooperan a dar una explicación lógica al comportamiento humano en sociedad. Un aporte similar lo hacen las humanidades al pretender abordar al hombre desde la reflexión y el entendimiento. En todos los campos disciplinares del conocimiento humano se puede notar con facilidad la inclinación de nuestra especie a formular preguntas, plantear hipótesis y, sobre todo, quedar insatisfechos. 
 
      Si yo no tuviera un imaginario adscrito a un orden simbólico, probablemente estaría enloquecido y al borde del suicidio. Si no creyera en el poder del logos y su capacidad de conformar una matriz, entonces no sería capaz de hallar humanidad en mis semejantes. Si no pensara en la posibilidad de transformar mi entorno y procurar, con diligencia y responsabilidad, el bienestar del prójimo, entonces renunciaría a mi condición de hombre y procuraría internarme en un hábitat salvaje con otras especies animales, o tal vez me encerraría en una jaula a morir mientras los demás acuden a verme y satisfacen su morbosidad momentánea, una suerte de artista del hambre kafkiano. Si no pudiera pensar en una situación que va más allá del límite infranqueable entre dos cuerpos, de la necesidad de sentir el tacto de otra persona, la caricia de una mano que traza un deseo de tomar y retener por un instante una energía que supera mis capacidades de entendimiento y anhela entregarse por completo a un destino incierto, donde no haya más dudas ni temores sino una atemporalidad, entonces diría que todo este cuento de la potencia de un sujeto que se hace sujeto si y sólo si se encuentra con otro sujeto similar a él no serviría de nada. 
 
      A esa nada, a ese vacío, es precisamente que apelo en una situación liminar como la que vive el sujeto moderno. Ese nihilismo no es el derecho en sí que busco promover sino la consecuencia y fase última de un estado de humanidad que encuentro peligroso, como afirmaba Jünger: “…El nihilismo puede ser tanto una señal de debilidad como de fuerza. Es una expresión de la inutilidad del otro mundo, pero no del mundo y de la existencia en general. El gran crecimiento lleva consigo un desmoronamiento y perecer increíbles, y, bajo este aspecto, la aparición del nihilismo puede ser, como forma extrema del pesimismo, una señal favorable.” (1994: 24). En última instancia, lo que hago es describir un cuadro de características que promueven y estimulan un estilo de vida que le guiña el ojo a ese espectro de muerte que circunda nuestro modus vivendi y condena nuestras esperanzas a un reducido nivel de existencia, tan precario y superficial como sólo una economía de mercado podría gestionar. Precisamente gerenciar es lo que queda, o lo que aparenta ser el reducto final de una revelación o fin del mundo que se anuncia con fecha específica, como el tan anhelado 2012 de la profecía maya. En un mundo donde todo es válido, entonces nada lo es. Pasamos a un coaching generalizado que administra las angustias y las capitaliza orientándolas hacia un modelo de gestión productivo óptimo y eficiente, de acuerdo a un diseño corporativo (¿fascista?) del ser humano. Lo que opera en el mundo es la tiranía del semblante, la necesidad de sacar a pasear el síntoma y llevarlo a un spa.

La contemplación del vacío postorgásmico
    
     Retorno al tema y objeto de análisis inicial, no vaya a pensar el lector que utilizo el filme como excusa para divagar sobre tópicos indistintos, para enlazarlo con lo arriba descrito. 
 
     Cuando no queda sino la administración de los estímulos por medio de dispositivos electrónicos, el consumo del placer (pornografía), la mera pulsión escópica, la supeditación a una máquina de producción del deseo y toda la mercadotecnia que lo acompaña, entonces ocurre el borramiento de un tamiz necesario llamado humanidad, se disemina el sujeto cognoscible y, en sustitución de ello, se establece la pulsión, en esta oportunidad empaquetada y a la distancia de un click. Cuando eso ocurre estamos ante la fantasía de un teólogo medieval que no veía otra cosa en los cuerpos sino un organismo lleno de fluidos putrefactos, maculados y corroídos por la maldición de Dios al sentenciar la muerte del hombre, su terrible finitud; solución: cercenar el mal de raíz e imitar la decisión de Orígenes. Eso sólo ocurre cuando ha triunfado la culpa como mecanismo regulatorio, el delirio del cristianismo, pero ahora le agregamos el componente del mercado y hacemos de esta sociedad una suerte de chocolate con laxante. 
 
      Encuentro en Brandon la descripción de un sujeto consciente de su propia obsesión, es representante de una forma de explorar la sexualidad como quien expía la culpa por sus ofensas al Creador, una autoflagelación configurada por las represiones de un opuso que no consigue salvación en medio del torbellino humano. Veo en Brandon la conformación del sujeto postmoderno que encuentra en la estimulación genital un asidero que lo conecta a la realidad pero lo condena a vivir en el disimulo y la hipocresía. En ese sentido me conmueve ese personaje, encuentro mucha sinceridad en él, porque revela su impotencia y fragilidad ante la opresión que vivimos y el diluvio que se avecina. El nihilismo actual tiene que favorecernos, de lo contrario estamos ante el umbral de la instauración de lo siniestro. 
 
Bibliografía citada:
Ernst Jünger y Martin Heidegger, Acerca del nihilismo. Barcelona, Ediciones Paidós, I.C.E. de la Universidad Autónoma de Barcelona, 1994, pp.127