domingo, 10 de agosto de 2014

Locke, o el resultado de lo ético

La primera escena es clave. Es de noche en alguna parte de alguna ciudad secundaria y cercana a Londres, un hombre se acerca a su vehículo, ingresa y se desmarca de los aperos del trabajo (asumo que es ingeniero o jefe de obra). En un gesto rutinario se quita el casco, los lentes y el chaleco reflector. Enciende el vehículo e inmediatamente conecta su celular al sistema bluetooth. Se pone en movimiento hasta llegar a un cruce transversal donde coloca la luz de cruce para girar a la izquierda pero el semáforo acaba de dar la orden de detenerse. Ese rojo, ese alto, fue suficiente para reflexionar y girar en sentido contrario. Este es el inicio del filme Locke (2014), dirigido por el inglés Steven Knight.

Ivan Locke es un esposo y padre amoroso, responsable de un proyecto de construcción de enormes proporciones y con la sombra a cuestas de un progenitor que lo abandonó apenas siendo un niño. Su vida es interpelada a raíz de una relación extramatrimonial de una noche, con el resultado sorpresivo de un embarazo. La necesidad de hacer lo correcto es lo que proporciona el argumento del filme, donde todo transcurre dentro del auto (representación metonímica del encierro al que es sometido el protagonista). El plano es casi secuencial, en el ínterin del desplazamiento por la autopista realiza una serie de llamadas para informar decisiones importantes: La familia (no verá el partido de fútbol con su esposa e hijos); el trabajo (no estará al mando de una importante distribución de concreto para el edificio que está construyendo, por eso delega funciones al subalterno inmediato y llama a su jefe); la infidelidad (informa a la mujer que estará presente al momento del alumbramiento). Entre esos tres aspectos transcurre la historia, mientras observamos a un Tom Hardy que deslumbra con el carácter y poder actoral que despliega en esta, quizás, su mejor interpretación.

Ivan Locke decide. En el juego de la decisión apuesta la estabilidad de su vida, el semblante de un hombre ordinario es puesto a un lado ante la coyuntura que se avecina por el nacimiento de un hijo, fruto de una infidelidad. No importa tanto el dilema moral en el cual está sumergido el protagonista sino la claustrofobia que genera, tanto a él como al espectador, la tensión que implica romper con la herencia y el pesado fardo de la memoria. El sujeto lucha, tiene un duelo con el fantasma del padre (no tiene un mandato como Hamlet sino una deshonra que reivindicar, una mácula que limpiar: el apellido en sí). La herencia es una rémora para aquellos hombres que no están complacidos con lo que le tocó en suerte, sobre todo aquello que tiene que ver con el llamado de la especie, la sangre.


El mensaje es claro: un hombre tiene hábitos simples, cotidianos, por esa causa adquiere una serie de rasgos que lo habilitan para vivir en sociedad. Esa disposición permanente a hacer las cosas es lo que diferencia al hombre de otras especies, entre tantas otras características. De tal manera que “hacer lo correcto” no tiene que ver con una revelación o don otorgado por los dioses sino por el “hábito” de siempre llevarlo a cabo. Por eso lo apacible del personaje del filme, la templanza en sus decisiones de vida. De eso se trata todo esto, asumimos cambios, unos adversos y otros favorables, con la venia de nuestro temperamento, el respaldo de la frecuencia, indetectable y silente pero fortalecedora, para poder ganarnos la humanidad, el ser hombres. Locke muestra que las decisiones no son delicadas ni complejas simplemente son rutinarias, tan simples como conducir un auto por una autopista. La capacidad de respuesta dependerá de lo que cuentes en tu haber. Esa es la ética. Gracias John Locke por el pragmatismo.

martes, 29 de julio de 2014

Libertador, respuesta a Tomás Straka*

Cuando vi el filme Libertador (Arvelo, 2014) no pude dejar de percibir la dualidad que vivo a diario con el cine y la historia. Al igual que Straka soy formado como historiador y logré identificar lo que él señala en la crítica de Prodavinci, de hecho la persona que me acompañó a ver el tan esperado filme tuvo que aguantar todos y cada uno de mis comentarios en la medida que iba transcurriendo la trama. Sin embargo, difiero en algo fundamental de lo que escribe mi respetado y admirado Straka: el cine es cine y el discurso histórico es el discurso histórico. Como cinéfilo que soy trato de distinguir cuándo me están contando una historia que procura cuidar detalles para aproximarse a lo ocurrido o, en su defecto, cuándo se aleja de la veracidad (que no es igual a la verdad) e inventa una serie de imprecisiones en torno a una época o personaje. Esto último es lo que sucede con la mentada película de Arvelo.

Entiendo el celo profesional de Straka, sin embargo el rigor histórico no es lo que caracteriza precisamente a la cinematografía, a riesgo de convertirse en un bloque muy pesado de referentes y pies de páginas. Cambiaré el tono, empiezo por tutear al autor de la semblanza de Prodavinci, Tomás. A ver, Tomás, ya nos conocemos y hemos compartido en varias oportunidades, hasta te invité a una de las clases de historia en la UCV, ¿recuerdas? Así como disfruté de tu artículo y lo celebro, ahora deseo responderte.

Los protocolos del cine están supeditados y restringidos a un formato de presentación muy rígido, en él operan innumerables aspectos, el mayor de ellos es el económico. En este sentido, el tiempo es importante para un filme; dos horas es lo estipulado para un largometraje y el director debe hacer esfuerzos descomunales en el proceso de edición para que su trabajo no quede interrumpido de forma abrupta y permita una armonía, un cuadro en movimiento que se aproxime a lo que ideó en un principio. Arvelo es un director de grandes dimensiones, su trabajo en el cine venezolano constituye un referente importante desde las aulas de clase en la Universidad de Los Andes, no es un historiador. El discurso histórico forma parte de una labor distinta a la de producir cine, aunque ambos se complementan. No obstante, la meticulosidad de la investigación histórica requiere de una metodología que no sólo fomente la escritura sobre los hechos a la luz del soporte documental sino también debe ser capaz de articular la dureza del dato a la sutileza de un lenguaje flexible y no por ello en detrimento de la disciplina.

Tomás, suscribo tus críticas en torno al tratamiento de algunos hechos tratados en el filme de Arvelo pero percibo mucha arrogancia en la manera como sentencias algunas cosas. Algo que he detallado en este proceso de polarización por el cual estamos atravesando es el registro del lenguaje cuando se habla desde la academia, o desde la intelectualidad. Lo que más resiento en todo tu artículo es la subestimación que haces del espectador venezolano. En efecto, no te culpo porque quizás estés suscrito a la teoría de McLuhan (cito de memoria: “El medio es el mensaje”), pero no puedo pasar por alto la importancia que tiene la sensibilidad del público cuando se trata de cualquier medio informativo porque corremos el riesgo de seguir usando parámetros excluyentes que nos separan como sociedad y nación. Pienso que al criticar el filme de Arvelo y ponerlo en diálogo con el de Luis Alberto Lamata, Bolívar, el hombre de las dificultades (2013), más que hacer un balance que dé cuenta de la “verdad histórica” inscrita o no en ambos, circunscribes esa polarización que tanta mella ha hecho en nuestro proceso democrático. Tomás, el público (tú y yo incluidos) no es tonto, y no podemos desprendernos de la piel contemporánea porque eso sí sería una negación del tiempo.

Como profesores y académicos sabemos la importancia del conocimiento y sus implicaciones en el espectro social, sobre todo para la ampliación de los valores democráticos que tanto requieren de nuestro fortalecimiento. De vez en cuando vale la pena sentarse a disfrutar de una historia que por lo menos intenta reconstruir el tejido del país, con el objetivo de explorar el beneficioso placer de formar parte de una comunidad. Vamos a darle una oportunidad a la ficción, el público sabrá agradecerlo y estoy seguro que no va a salir de la sala de cine echando el cuento de un Bolívar guerrillero. Es más, ¿recuerdas el texto de Miguel Acosta Saignes que coloca a Bolívar a tono con las teorías marxistas del momento? La misma historiografía da muestras claras de una producción supeditada al fervor del momento, así que la “verdad histórica” seguirá en el plano de la dialéctica hegeliana, menudo favor que se le hace a la humanidad si no sería imposible el cambio. Como apunta Gerhard Masur: “…El historiador elige los acontecimientos que le parecen más importantes y los ordena hasta formar un cuadro completo. Su criterio no es y no debe ser puramente científico; debe ser también sugestivo y artístico. De otro modo, queda sumergido en los hechos y es, cuando mucho, un cronista.” (XXVIII: 1987). Precisamente, lo que hay que rescatar del filme de Arvelo es el intento y trabajo en equipo llevado a cabo para contarnos una historia que emociona, aunque conozca las imprecisiones. Al emocionarnos con una película sobre Bolivar, Tomás, estamos correspondiendo a un imperativo que es más importante que ser de oposición o chavista: ser ciudadano, formar parte de una nación que ayudaron a crear otros hombres. Estar conscientes del pasado ya es un triunfo que se le suma al espectador, aunque no haya leído las biografías más rigurosas y confiables de la acción histórica de Bolívar. 

*Artículo completo de Tomás Straka: http://prodavinci.com/2014/07/28/artes/bolivar-dos-peliculas-una-epopeya-por-tomas-straka/ 

martes, 24 de junio de 2014

La postergación

“Nos llegó el final, todo se termina tarde o temprano”, se oye en la voz hermosa de Yasmin Levy y desde tiempos oscuros, de persecución, exilio y muerte, llega su acento sefardí contenido en unas notas de neo-flamenco. Así ocurre cuando te sorprende una madrugada del alma, o de insomnio. Entonces me viene a la mente una idea que desde hace mucho estoy rumiando: la inscripción de la historia sobre los cuerpos.

El tiempo se inscribe en los cuerpos y sobre estos va determinando una talla implacable que manifiesta deuda, deuda por el dolor, deuda por el sacrificio, deuda por la esperanza mantenida en promesas incumplidas. Ese estado de insolvencia mantiene a la feligresía de los nuevos evangelios en emergencia, en apostasía, en lealtad ambigua. Esas nuevas promesas no son tan fáciles de sostener porque la expectativa no está en la eternidad sino en la necesidad de quien padece el hambre y concreción de una solvencia traducida en vida.

El evangelio de la Modernidad es una promesa insatisfecha, un cheque en blanco al sacerdocio del mercado, la demagogia y los excesos del poder. El tiempo corre y la empresita de la identidad, la construcción de naciones, la reivindicación de la justicia y la inclusión de los pobres sigue aumentando en la columna del debe de la historia de la infamia.

Quizás la nocturnidad opaque la lucidez de mis letras pero no soporto la dilación de las deudas. Tiempo presente, págame. Paga también al sefardita, al indio, al negro, a la mujer, al homosexual, al caído de este vía crucis infinito, antes de que la insolvencia de tu mezquindad nos haga polvo de olvido.