Desde
que salí de Caracas no había vuelto a escribir en este blog. El espacio que en un principio había sido creado para meditar
sobre el exilio, los reales y los del espíritu, ya no provocaba en mí la menor
tentación de crear una nueva entrada.
Hace
poco oía a Alfredo Zitarrosa y me embarcaba en el recuerdo de Montevideo, cuando
recorrí sus calles y principales avenidas, sobre todo el espacio diminuto pero
confortable de la ciudad vieja. En Uruguay todo se me hacía pequeño, conforme a
la naturaleza de mis anhelos mundanos, nunca he sido de grandes metrópolis. Ahí
pude experimentar lo que se siente habitar una ciudad que da hacia el Atlántico,
de hecho todavía mantengo fresca la imagen de ese océano cuando vi el atardecer
único e insustituible de Punta del Este. Ahí también fue la primera vez que
avisté a Buenos Aires desde el estuario del Río de la Plata, me parecía increíble
que una ciudad tan grande le diera la espalda a un río tan majestuoso.
Durante
los días que estuve en Montevideo me hospedé en la casa de un gran amigo,
antiguo exiliado que aprendió a querer a Venezuela cuando mi país recibía con
los brazos abiertos a todos los que solicitaban refugio y huían de las
dictaduras del cono sur, en pleno epicentro de la ciudad vieja. En mis caminatas
iba observando con detalle los edificios de la primera mitad del siglo XX que
abundan por doquier en esta ciudad perdida en el tiempo, un paisaje vintage que recuerda mucho la gloria de
lo que una vez fue pero que hoy sólo queda un recuerdo muy fugaz. Montevideo me
pareció una ciudad vieja, un sitio para pasar a retiro porque hasta los jóvenes
transitan por sus veredas como si estuvieran paseando sus propios recuerdos,
mientras ceban yerbamate y fuman un pucho en el malecón, cerca del parque Rodó.
En
esas caminatas gustaba de observar el suelo compuesto de adoquines que de vez
en cuando por el uso se rompen y no los reponen. En esos agujeros que quedan
sueltos una vez que los adoquines se desprenden de los bulevares se logra
apreciar una que otra intervención artística, especialmente elaboradas con
retazos de azulejos, cerámicas de porcelana, restos de vasijas cocidas de barro
y piedras seleccionadas que en una sola baldosa ambientan un collage elaborado por uno de los
habitantes del sector. Lo anónimo del gesto de este artista clandestino hace
que festeje la capacidad que tienen los seres urbanos de apropiarse de su
entorno, intervenirlo a disposición y además trabajar a hurtadillas para que no
quede vacío alguno que sugiera abandono o deterioro.
Justamente,
el miedo al vacío es lo que mueve a este artista sigiloso que en su neurosis
montevideana no es capaz de soportar la ausencia de un adoquín que rompa con la
sensación coral que proporciona transitar por los bulevares de la ciudad vieja.
Pero sus intervenciones no apuestan a la repetición ni al mimetismo absoluto y
rígido que acompaña el ornato público; no. Las baldosas elaboradas por este
anónimo responden a una visión desordenada y atrabiliaria del cosmos, aunque se
aprecia un tono único e irrepetible en dichas producciones, se sabe que todas
forman parte de una misma visión creativa, de unas mismas manos que las forjan
con paciencia.
En
efecto, este artista no le apuesta a la uniformidad, sabe enaltecer la
diversidad y además ennoblecer el aporte que produce el detalle, aunque muchas
veces este pase desapercibido. Aquellas baldosas representan el deseo de
permanecer en una obra mayor y colectiva que es el espacio urbano, al mismo
tiempo recuerda que este no necesariamente forma parte de un diseño elaborado desde
una oficina de planificación municipal sino que también se alimenta de los
aportes de seres que retornan del exilio y, de forma silenciosa, afirman su
gentilicio sin gritar a los cuatro vientos que ya están de vuelta. El homenaje
que da ese artista anónimo a la ciudad de Montevideo me ha perseguido durante
todo este tiempo, hasta el punto de ser el detalle que más valoro de ese viaje
a tierras uruguayas. Gracias a este artista puedo mirar cada vez con más frecuencia el suelo que estoy pisando.
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