martes, 27 de junio de 2017

Lo que oigo, lo que me oye

¿Qué oímos cuando estamos atentos a una melodía que nos cautiva? Más que la composición en sí, lo que me impela a seguir oyendo es el estímulo que me produce y la asociación con algún recuerdo o ensoñación que imagino. La música es un arte efímero, pero a mi juicio el más excelso de todos. Y quizás, de tantos lenguajes aprendidos, el que verdaderamente me haga falta sea el de la lectura de partituras musicales, los pentagramas. Recuerdo los ensayos de Edward Said en torno a la música, especialmente compilados en los libros Elaboraciones musicales. Ensayos sobre música clásica (Random House Mondadori, 2007) y Sobre el estilo tardío. Música y literatura a contracorriente (Random House Mondadori, 2009), en ellos el autor dedica largas páginas a reflexionar sobre la relación de la música con la memoria y la soledad, especialmente cuando explica dicha relación en las descripciones transidas de la obra de Marcel Proust. 

No es que Said estuviese realmente interesado en mostrar sus dotes como músico, además de todo el conocimiento sobre partituras clásicas (Brahms, Haydn, Bach, Mozart, Strauss, Beethoven, Wagner, etc). Lo que realmente destaca el autor en ambos libros es la relación de la música con su propio itinerario sentimental, las marcas que la música ha ido dejando en su memoria y, por lo tanto, en su propia personalidad. La educación sentimental de un hombre está atravesada por un conjunto de elaboraciones musicales y artísticas que, poco a poco, van perfeccionando y estilizando el gusto. Es cierto que Said nunca logró desvincularse del todo con su acción política en torno a la causa del pueblo palestino, para ello se valió de la amistad con Daniel Barenboim, famoso director de orquesta argentino y de origen judío, hasta el punto de crear la Fundación Barenboim-Said - empresa destinada a fortalecer los lazos culturales entre palestinos e israelitas a través de la música. Pero lo que me interesa destacar con el ejemplo de Said es la intimidad que poseemos con la música.



Tengo un vínculo muy fuerte con la música desde niño, y mi itinerario musical privado constituye una cartografía de mis pasiones, inclinaciones estéticas, gustos intelectuales y, sobre todo, la manera de sentir que me he granjeado a través del tiempo. Ese pathos que mantengo con lo musical ha sido mi compañero de viajes, el acompañante que me enjuga las lágrimas y la inspiración de mi escritura y reflexiones. También del recuerdo, porque no concibo la acción de recordar si esta no está acompañada de un fondo musical, de mi propia banda sonora. Es allí cuando pienso en un antiguo amor y me viene a la mente las melodías de Astor Piazzolla, y con ellas mis pasos por los jardines de la Universidad Central de Venezuela, los pasillos de la Facultad de Humanidades y Educación, el edificio de la Biblioteca Central y la Plaza techada del Rectorado. Entonces, la arquitectura de Carlos Raúl Villanueva se fusiona en mi mente con la tristeza que abona un desamor, la desazón de haber sido abandonado y desechado en la esperanza de un amor no correspondido. 


A su vez, la música de Piazzolla me invade el recuerdo con otras sonoridades: la de Tetro (2009) un filme de Francis Ford Coppola con composiciones de Osvaldo Golijov, y Happy together (1997) otro filme de Wong Kar-wai. En realidad ambos filmes están producidos en blanco y negro, como una forma de estetizar la imagen e historias que narran. También Piazzolla me remite a mis paseos por Buenos Aires, sus calles solitarias de verano, una temporada donde parte importante de sus habitantes abandona la urbe para pasar sus vacaciones en la costa, las avenidas amplias y los edificios que hablan de una gloria de modernización ya ruinosa, vieja, como si se tratara de una infraestructura que da testimonio y sirve de tramoya a una dinámica que ya ni la observa, no repara en ella por anacrónica. Y ahí veo todo ese conjunto de recuerdos, de retazos de experiencias, motivados y envueltos por unas cuantas notas melodiosas de un bandoneón porteño.


Así opera el recuerdo cuando este es convidado por la música. La soledad que me ha acompañado en mis vaivenes, sentimentales, intelectuales y de exiliado de mis propios lugares de afectos, siempre lleva una pieza que le proporciona sonoridad, complicidad y reviste, a su vez, de importancia las vivencias personales. La memoria es individual, y la mia ha sido construida y articulada desde una educación estética que he ido cultivando de forma desorganizada, como las asociaciones libres que formula mi mente cuando oigo a Piazzolla, por mencionar sólo a uno de mis compañeros-aliados-cómplices compositores. 




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